
Eugenia Polo*
Cada mañana me levantaba sin ganas de vivir. Cada mañana, superándome a mí misma, salía de la cama, jalaba un suéter directamente sobre mi pijama y me ponía las pantuflas más cómodas. Cada mañana, arrastrando mis pies, iba a un café en la esquina para saborear la bebida del alivio —café negro recientemente hecho—. Cada mañana, allí, me despertaba llena de vida.
Esta vez, algo salió mal. En el lugar del café no había nada. Absolutamente nada, sólo una pared de ladrillos, aburrida y sin vida, como yo. Me decepcioné un poco, pero no tenía suficientemente energía para entristecerme de verdad. Confundida, doblé la esquina. Ante mis ojos, apareció una panadería.
Había algo inusual en ese lugar. La entrada brillaba tan intensamente como si quisiera superar a todos los casinos y ferias navideñas a un tiempo. Las columnas en la entrada parecían bailar, y había algo que me seducía para entrar. Cuando lo hice, sentí que me esperaban. Las mesas y las sillas se apartaron, liberando el camino hacia la vitrina. El vendedor se inclinó educadamente. Me quedé en duda: no planeaba comer ningún postre. La panadería sintió mi indecisión y un olor irresistible a canela tocó mi nariz. El vendedor me hizo un guiño encantador. El calor de los bollos y el dulce aroma me envolvieron, nublando mi consciencia. Los frívolos merengues me vieron con una mirada juguetona. Los caramelos se derretían en jarabe de azúcar. Aquél Napoleon juraba darme el placer de mi vida al saborear cada una de sus capas. Me mareaba de tentación.
Algo me hizo desviar la mirada y entonces lo vi: grande y jugoso, alargado; aún húmedo, el glaseado de chocolate brillaba sobre él: Éclair. Ya no pude resistir. Lentamente, tocó mis labios. Un gemido de placer salió de mi pecho. Era delicioso. Penetró mi boca, llegó a las profundidades de mi ser. Pedazo por pedazo, otra y otra vez, me llenaba con su chocolate. Me parecía que moriría de placer.
El placer no es algo de lo que una pueda privarse. Quería más. Perdí el control. Como animal salvaje, agarré de la vitrina un rollo de canela. Redondo y firme, con un aroma divino, despertó mis deseos más ocultos. Me hundí en él con mis dientes. Lo rasgué en pedazos, y tragué cada uno sin masticar. ¡Merengues! Cogí un buen puñado, lo eché en la boca. Tragué. ¡Más! Pastel con crema batida. Concha. ¡Churro! ¡Cheesecake! ¡Chocolatín! ¡Croissant!
Napoleón. ¡Que cumpla sus juramentos! Me lancé sobre él con toda mi pasión. Olía a placer. Dulce y blanco, suave y tierno, cada capa me excitaba aún más. Tragaba y tragaba, más y más, sin sentir el espacio y el tiempo, sin entender qué tragaba, quería más placer, más satisfacción. Con cada bocado, mi cuerpo crecía. Como un globo, aumentaba mi volumen. Me inflamaba, me hacía gorda. Más gorda. Un poco más. Asquerosa bola de grasa y deseo. La grasa de los panes se deslizaba entre mis dedos. ¿O era la mía propia?
Estaba creciendo como masa de levadura, la grasa se filtraba a través de los poros. Seguía tragando. Más grande. Más. Un poco más. Nada podía sostener el poder de mi deseo. Mi piel se agrietaba y de las heridas salía un aroma a canela. Los costados grasosos se enrollaban. Me cubría con una costra dorada. La saliva goteaba a mi pecho, convirtiéndose en un glaseado cremoso. Me cubría de azúcar. El vendedor me miraba con una sonrisa.
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* Estudiante del diplomado en escritura de Literaria Centro Mexicano de Escritores.