Textos

El ramo    

 

Sofya Khagba*

Desde que Marta se había mudado a Crow´s Hollow, su vida había sido mucho más tranquila. De lunes a viernes, por las mañanas, trabajaba en la florería, mientras que en las tardes se dedicaba a atender el jardín lleno de rosales de la vieja casa en las afueras de la ciudad en la cual vivía. Los sábados se iba en bicicleta al lago que estaba apenas a las afueras del poblado y los domingos iba a la plaza central para vender sus pinturas de arreglos florales y naturaleza muerta.

Ese martes por la mañana, le había tocado a Marta abrir la tienda. Al llegar, se encontró con el proveedor de flores, quién había traído una tanda de rosas, gardenias y azucenas a punto de brotar en flor. Marta abrió las persianas, atrabancó la puerta, y entre ella y el proveedor empezaron a meter los numerosos atados de flores desde el camioncito al interior de la tienda, apilándolas cuidadosamente. Al terminar de guardar las flores, Marta le pagó al proveedor y puso a llenar de agua los botes para colocar las flores antes de que pudieran marchitarse. Habiendo terminado, los colocó en una hilera y procedió a desenvolver los atados uno por uno, sacando cuidadosamente las flores y poniéndolas en sus recipientes respectivos, procurando no doblar las hojas y no aplastar las flores del centro. Estaba en eso cuando llegó Amanda, la dueña de la florería, acompañada de Mark, el Sheriff del pueblo. La saludaron brevemente, y pasaron al fondo de la tienda. Marta empezó a quitarle las espinas a las rosas antes de ponerlas en agua, cuando alcanzó a escuchar un breve fragmento de conversación que sostenían Mark y Amanda.

             — No puedo creerlo… Era tan joven… —se alcanzaba a escuchar el preocupado murmullo de Amanda—. ¿Y dices que la encontraron enterrada en el bosque atrás del lago? ¿Quién sería capaz de algo así?

Marta aguzó el oído, pero Amanda y Mark habían entrado a la oficina, y sus voces se oían ahora más apagadas. Marta alcanzó a distinguir las palabras “tres días de muerta” y “ojos faltantes”, seguidas por un nombre: “Elvira”. Esto desde luego hizo que Marta se preocupara. Conocía a Elvira desde el primer día de su llegada a Crow’s Hollow: Elvira fue la muchacha jovencita, rubia y enérgica que le mostró la casa que Marta había rentado, le entregó las llaves, y después la invitó por un café para contarle los chismes de todos los habitantes del pueblo. Marta evocó particularmente sus ojos de un color azul claro penetrante, como dos hielitos que brillaban contra su tez sonrosada y pecosa, con arruguitas de pata de gallo que ya se empezaban a formar a su temprana edad, seguramente resultado de su incesante sonrisa.

La puerta de la oficina se abrió, y Marta retomó la tarea de quitar las espinas, haciendo como si no hubiera escuchado nada. Mark se despidió de Amanda y salió de la tienda, encaminándose calle arriba, hacía la comisaría. Marta metió las rosas en el último bote vacío y lo colocó en la vitrina, al lado de las demás flores. Recogió las espinas, tallos y hojas secas que habían quedado en el suelo y las tiró en el bote de basura detrás del mostrador. Después, se asomó a la oficina de Amanda, que se había quedado con la puerta abierta desde la partida de Mark.

            — Amanda, ¿sería posible que me tome el resto del día? No me siento tan bien. Ya te dejé listas todas las flores para el día.

            — Si, Martita, claro que sí. Descansa, en la tarde me avisas si puedes venir mañana.

Marta recogió su bolso y se encaminó hacia su casa. Caminaba rápido, mordiéndose el labio pensativamente. Encontraron a Elvira en el bosque atrás del lago… Marta pensaba que lo más seguro sería dejar de visitar el lago los sábados, como lo había estado haciendo desde que llegó al pueblo, por más que le encantara ese lugar. Definitivamente no podía ser la mejor idea ir allá de forma tan previsible, cada sábado, y además sola… Marta apresuró el paso. No volteó ni se detuvo hasta llegar a la reja de su casa, abrió el portón con las manos temblorosas, entró al patio y cerró la reja a conciencia.

Durante los siguientes tres meses, Crow’s Hollow se estremeció con dos muertes más. En marzo, cuando florecían las jacarandas, desapareció Marianita, una muchacha de apenas dieciséis años, pelirroja y de ojos verdes; mientras que, en mayo, al florecer las dalias, desapareció Paola, de veinte años, cabello castaño y ojos color miel. Ambas fueron encontradas días después, cerca del mismo lago donde fue encontrada Elvira, con el mismo rasgo siniestro que la primera chica: ninguna tenía ojos.

En estos meses, Marta se había vuelto cada vez más retraída. Había renunciado a su trabajo en la florería y era raro el día que se aparecía en la plaza con sus pinturas. Se le veía pálida y ojerosa, y ante las preguntas sobre si se encontraba bien, era común que respondiera que llevaba varias noches sin dormir, levantándose varias veces para asomarse a su jardín, apuntando con su linterna hacia los rosales, donde estaba segura de haber visto el movimiento de alguien escondido, listo para acecharla a su primer descuido.

Fue un miércoles de junio que Amanda, preocupada por no haber sabido nada de Marta en varios días, fue hasta su casa en las afueras del pueblo llevándole una cazuela de guiso. Lo que encontró fue la casa con señales de estar vacía desde hacía al menos algunos días, con los rosales marchitos y la puerta abierta de par en par. Temiendo lo peor, Amanda llamó al Sheriff antes de aventurarse a la posible escena del crimen. Mark llegó sólo cinco minutos después, acompañado de tres hombres que entraron precipitadamente a la casa con sus armas en alto, y quienes, en unos instantes, salieron a toda prisa sólo para volver el contenido de sus estómagos en las jardineras más cercanas. Sin poder aguantar más la curiosidad, Amanda se acercó a la puerta, se persignó tomando valor y se asomó al interior. La sala estaba totalmente vacía, excepto por un enorme lienzo de pintura apoyado en un caballete. En esta ocasión, el lienzo no se desparramaba de coloridos geranios, lavandas y verbenas, sino que mostraba un ramo mucho más modesto. En un jarrón de cristal, pintado de forma magistral, nadaba un atado de seis globos oculares, arreglado cual ramillete de flores: dos de color miel, dos de color verde y dos de un color muy particular: un azul claro penetrante, que asemejaba el color del hielo. Atrás del caballete, sobre la chimenea, estaba ese mismo jarrón de cristal, con los seis ojos flotando sobre la superficie del agua turbia que lo llenaba. Amanda se tapó la boca, abierta en un grito mudo, y lo último que percibió antes de que el piadoso manto del desmayo la cubriera fue el espantoso olor a carne podrida. Ni un cuerpo más fue encontrado cerca del lago en las afueras del pueblo.

Desde que Marta se había mudado a Mayflower Valley, su vida había sido muy tranquila: los sábados y domingos trabajaba en la florería del pueblo, de lunes a jueves colocaba su puesto en el mercado local, donde vendía macetas con flores sembradas y pinturas de exuberantes ramos florales. Los viernes, iba en bicicleta al bosque que estaba apenas a las afueras del poblado.

 

*Estudiante del Diplomado en escritura de Literaria Centro Mexicano de Escritores.