
Rogelio Suárez*
Salí corriendo de la Dirección. Un grito pedía que me detuviera, pero no hice caso. Me seguían otros gritos y muchos pasos, corrí más rápido. Al dar la vuelta me escondí en el cuarto de intendencia; esperé hasta que los pasos y los gritos se alejaran. No quería huir. Para encontrarlo debía librarme de quienes me perseguían. Junco continuaba en la escuela, le gustaba salir al último: para cerciorarme de que nadie se queda adentro, decía, o para encerrar al último, le gustaba rematar entre broma y amenaza. Era el único que podía aclarar que yo no tenía culpa en lo sucedido con Mariana. Conocía a toda la escuela y si no conocía al causante, había sido él mismo quien lo hizo. Si era culpable nada importaban la amistad ni los años juntos. Qué me importaban las consecuencias, era incapaz de lastimar a Mariana, él tal vez, pero yo no. No era la primera vez que me atribuían fechorías maquinadas por Junco. Antes callé por amistad, pero ahora confesaría o lo haría confesar, ésta valdría por todas las demás. Lo obligaría si era necesario, si quería o no, tampoco importaba. Mi paciencia había llegado a su límite y la amistad… hacía mucho tiempo que ya no existía.
Cuando comprobé que nadie me seguía, fui a buscarlo al baño detrás del gimnasio, el más alejado de la Dirección, por eso era su preferido para esconderse. No estaba ahí. Noté que me faltaba el aire y me dolía el pecho… tenía que calmarme. Si no me tranquilizaba, Junco saldría de la escuela antes de atraparlo y yo cargaría con la culpa… otra vez. Mis manos temblaban y me costaba recuperar el aliento. Tomé aire lo más profundo que pude, mis pulmones se hincharon como globos, lo retuve unos segundos, no demasiados, y lo fui soltando poco a poco. Repetí varias veces la maniobra y noté cómo mi corazón se calmaba y mi mente descubría la claridad del momento. Desde el espejo del baño mi reflejo me miraba: asustado, rojo como tomate, el cabello alborotado… parecía un tonto de primer semestre. Me mojé la cara y traté de sonreír. No sé por qué creí que sonreír sería provechoso, sólo lo hice. Recuperé la respiración y el control sobre mí mismo. ¿Cómo podían creer que haría algo malo?… ¿Qué fue lo que creen que hice? Nunca esperé a que la directora me lo dijera. Es decir, sí me lo dijo, pero no puse atención. Al escuchar que algo le había sucedido a Mariana, todo lo demás dejó de importarme. Si creían que yo había sido, era cosa de Junco, eso lo tenía bien claro. No es que él siempre saliera bien librado de sus travesuras: lo habían expulsado en varias ocasiones, reprobado, llamado a sus padres… hasta que encontró la forma de culpar a otros, en especial a mí. Había ganado el aura de un delincuente redimido.
Nadie creería que antes éramos como hermanos, que nos queríamos mucho; aunque el par de chiquillos miedosos del jardín de niños había desaparecido. Ahora ninguno de los dos tenía miedo de lo que podría suceder en la escuela. Llenos de confianza, sabíamos de lo que cada uno era capaz. Por eso estaba seguro de que el culpable de todo era Junco.
Aquél primer día nos tomábamos de la mano para sostenernos. Recuerdo sentirme abandonado y cayendo a un pozo… no sé cómo será, pero debe ser algo así como lo que sentí ese día: un vacío en el estómago que te provoca mareo y ganas de vomitar. Por suerte Junco se me acercó, ambos estábamos solos, rodeados de desconocidos que nos miraban con una mueca que quería ser sonrisa, pero en vez de tranquilidad, nos daba más miedo, más desconfianza; queríamos salir corriendo, pero estábamos ahí, a su merced. A la merced de las personas de la escuela que fingían amabilidad, pero que no nos dejaban salir de ahí. En ese momento nos reconocimos como almas iguales, historias semejantes… saldríamos adelante juntos. Ese sería nuestro destino: estar unidos para siempre… Si yo corría, él también lo hacía; si él se quedaba sentado en el piso, yo también. Así pasaban nuestros días: juntos. El deseo de salir de la escuela se fue haciendo pequeñito, aunque no desapareció del todo. Querer estar fuera de la escuela es un deseo que nunca desaparece. Deseaba ir a la escuela sólo para jugar con él. Cuando había pelea en el recreo siempre estábamos del mismo lado, y si en los juegos nos tocaba enfrentarnos, tratábamos de no hacerlo entre nosotros. Éramos mejores amigos.
Me miré de nuevo al espejo y había vuelto a ser yo mismo. Salí del baño y comencé a recorrer la escuela. Debía apurarme, porque Junco podría escaparse y ya nada lo haría confesar. ¿Cómo dejó de ser mi amigo? No lo sé. Comenzó a esconder las mochilas de los compañeros, a levantarle la falda a las niñas, echar agua dentro de las mochilas… Alguna vez lo ayudé. No puedo decir que soy inocente en su transformación. Sin importar lo que pasara, aunque la situación fuera terrible, al final del día éramos uno solo… Nos fuimos alejando sin darnos cuenta: Junco prefería irse con los deportistas, y yo, quedarme a dibujar en una banca del patio. Siempre he sido un inepto para los deportes, así que los maestros de Educación Física me dejaban en libertad y se enfocaban en el talento de mis compañeros. Un día comenzó a burlarse de mí: lanzaba el balón hacia donde yo estaba dibujando y cada vez que lo devolvía, se reía de mi forma de patear el balón, de mi manera de caminar, de mi cara de tonto… Nunca entendí qué provocó el cambio, pero ya no se comportaba como mi amigo. Yo también cambié, lo reconozco, pero no porque fuera en su contra. Me empecé a juntar con los niños estudiosos y a verlo cada vez menos. No quería alejarlo, lo hice porque me gustaba Mariana. Quería verla, me enamoré de su forma de tomar el libro para leer, de su sonrisa tímida, de sus ojos decididos… la mejor forma de estar cerca de ella era ser aplicado también. Estaba dispuesto a hacer lo que ella me pidiera. Debo decir que ella nunca me alentó, ni se aprovechó de mis sentimientos. Le caía bien y nada más. Le gustaba un chico de preparatoria, alto y dos años mayor.
Junco se dio cuenta de que le ocultaba algo. ¡Nos conocíamos tan bien! Se me acercó en el descanso y me pregunto qué me pasaba. Preguntaba con tal autoridad que no había forma de evadir la respuesta. Además, hablar con Junco era un reto: nunca tomaba a nadie en serio, mucho menos a mí, que me había convertido en su víctima predilecta. No sabía si podía confiar en él, pero lo hice porque no tenía mejor amigo que él. Le hablé de Mariana y de que a ella le gustaba uno de tercero. Traté de restarle importancia para evitar una broma cruel. Junco me escuchó con atención, puso su brazo sobre mis hombros y me dijo que no me preocupara, que todo iba a cambiar, que ella cambiaría de opinión… No te preocupes, yo la convenzo. En ese momento volvió a ser como antes. Él y yo compartiendo la vida. En verdad creí recuperar a mi amigo. Sin embargo, le pedí que no dijera nada, que ya estaba resignado, que no quería forzarla a nada. Él sólo sonrió y nos fuimos a clase jugueteando y riendo… como antes.
Al día siguiente Mariana no fue a clase. La extrañé. El día anterior la había acompañado a su casa y estaba tan guapa como siempre. No había motivo para preocuparse. Antes del final de clase, el prefecto fue al salón y me pidió que lo acompañara con todas mis cosas. Todos voltearon a verme mientras murmuraban entre ellos: ¿Qué habrá hecho? ¡Qué bueno! ¿Lo expulsarán? ¡Ahora sí lo atraparon! No les hice caso, así eran. Al pasar a su lado, Junco me dedicó una amplia sonrisa. No fue una sonrisa natural, fue más una mueca. Recordé el primer día, cuando nos conocimos, aquellas sonrisas fingidas que tanto nos espantaron de niños, pero ahora en los labios de mi amigo: una mueca cáustica disfrazada de amistad. Salí del salón confundido; el prefecto no abrió la boca, ni siquiera me miró. Entré a la oficina de la Dirección y esperé a que me llamaran. Estaba confundido: ¿Por qué la sonrisa de Junco? ¿Qué había hecho? ¿Me culparían en su lugar? Nada parecía distinto ni fuera de lugar. La secretaria estaba atareada y no prestaba mucha atención a su alrededor, como siempre. Comencé a tranquilizarme, debía ser otra cosa, algo que no tendría demasiada importancia.
Por fin me llamaron. La directora estaba sentada detrás de su escritorio y en los sillones de enfrente estaban sentados el profesor de Educación Física y el de Derecho; el prefecto se había quedado junto a la puerta y permanecía de pie con los brazos cruzados. La señorita directora estaba mirando una libreta con el escudo de la escuela, aparentaba tranquilidad, pero su rostro parecía una gran pelota roja. Esto es muy grave, dijo por fin. Los padres de Mariana están desconsolados y aún no saben qué medidas tomar. La escuela los apoya en todo. ¿Entiendes? Así que en este momento me vas a decir qué fue lo que pasó entre ustedes. Entre nosotros no ha pasado nada, dije confundido, somos amigos. La directora me vio como queriendo arrancarme la vida y se puso más colorada. ¡Esto no es un juego, Sebastián! Es tu oportunidad para darnos tu versión… o mejor, para confesar. Me quedé mudo, sin moverme. Si no quieres, no te podemos obligar. Ya llamamos a tus padres. Queríamos hablar primero contigo, pero esperaremos a que lleguen. Vas a esperarlos allá afuera.
En verdad no entendía. ¿Por qué me iban a expulsar? ¿Qué tenía que confesar? ¿Que la quería y que ella prefería a uno de preparatoria? ¿Por qué sus papás estaban desconsolados? En cuanto a los míos, me daba igual si estaban aquí o no. En mi cabeza los recuerdos de Mariana iban y venían, como carrusel desbocado. Ayer apenas la acompañé a su casa. Me invitó a pasar, sus papás no estaban y podríamos platicar. Quería entrar a su casa, no lo niego, pero no lo hice. Me despedí y me fui. En el camino de regreso me encontré a Junco. Me preguntó de dónde venía. Le dije que acababa de dejar a Mariana en su casa, se sonrió y nos despedimos. Pobre chica, estaba inconsciente cuando sus padres llegaron. La voz de la directora me llegó de pronto. Hablaba por teléfono. ¿Inconsciente? La había dejado bien ¿Qué le pasó? La reanimaron y sólo pudo decir un nombre: Sebastián. Ahora está en el hospital. Esperemos que se recupere. ¡Creían que yo la había lastimado! ¡No podía ser! Les contaría que sí la vi, que la dejé en su casa y me fui. Nada más. La voz de la directora me reveló que ya me habían condenado; también lo vi en su cara colorada y rechoncha. En ese instante comprendí que aquello debía ser obra de Junco.
Lo descubrí al final del pasillo, sentado en el piso con un cigarro apagado en la boca, viendo pasar a los últimos alumnos que quedaban en la escuela. Me descubrió antes de alcanzarlo. Una vez más, me dedicó su mueca sarcástica y echó a correr. Corrí tras él. Los pocos alumnos que quedaban, al ver la escena, se rieron… como si fuera lo más gracioso que hubieran visto. Reían como reía Junco cuando me molestaba: piernas de zancudo, mariquita, huérfano hijo de mami… Todos sus insultos resonaban en mi cabeza. Qué importaba, pronto Junco me pagaría todas las burlas, todas las vergüenzas, todas las humillaciones que había sufrido por él.
Lo perseguí por toda la escuela, por los pasillos dónde jugábamos desde niños; por el patio, dónde nos hicimos amigos; por los jardines dónde nos escondíamos después de una travesura; por la cafetería donde conocí a Mariana… Sentía las miradas en mi espalda, las sentía no como una carga, sino como el impulso que necesitaba para alcanzarlo. Al final regresó a su lugar seguro: al baño detrás del gimnasio. Por fin lo había acorralado y lo haría confesar. Entré jadeando y le grité que ya era suficiente. Apenas podía hablar: ya no sería su juguete, su chivo expiatorio, ya no permitiría que me humillara, tenía que parar, tenía que confesar lo que le hizo a Mariana… Él también estaba jadeando frente a mí, a los dos nos faltaba el aire y sudábamos por el esfuerzo de la carrera. La mueca no desaparecía de su cara. Era el momento de terminar con todo. Nos miramos con odio, maldiciendo el día que nos conocimos. ¡Nos conocíamos tan bien! Hicimos el movimiento al mismo tiempo: apretamos el puño y con toda la fuerza que teníamos lanzamos el golpe.
Nuestros puños chocaron, sentí un dolor agudo en los nudillos y escuché de nuevo los pasos que me perseguían y los gritos que me llamaban. Mi estómago se sintió vació y me dieron ganas de vomitar. Mi mano sangraba, varios cristales se me habían encajado con el golpe, levanté la vista y la sonrisa burlona de Junco no dejaba de mirarme desde el espejo quebrado.
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* Egresado del diplomado de escritura de Literaria Centro Mexicano de Escritores.