Textos

El retrato de Paulina Colombo

Ian Castelo*

—Paulina abrió los ojos en medio de las tinieblas. Yo la vi, lo juro. Por Dios que sus ojos negros no estaban secos. Más bien parecían dos piedras pulidas, como si le hubieran incrustado dos piezas de obsidiana destinadas a ser admiradas. Seguía siendo bella. Paulina continuó siendo bella incluso después de haber muerto. Quizás por eso siempre fue vanidosa: conocía la dignidad que alcanza la gente cuando llega la muerte y se encuentra con la belleza de una Virgen postrada. Sí, creo que Paulina pensaba eso porque ella…

        —Sea más claro, por favor. Trate de ser concreto.

        Crujen las teclas de la computadora. El pañuelo absorbe el sudor de su frente. El foco del techo calienta el cuarto. Los oficiales lo observan.

        —Debe hacer una declaración seria, señor. 

        —Eso hago, oficial. Permítame decirle que Paulina fue absuelta de la muerte. Yo vi cómo estiró las manos para quitarse la mortaja de encima, enderezó la espalda, desentumió las piernas y desde la cama me observó durante algunos instantes. Me fijé en su mirada perpleja, en su sonrisa sutilmente tirada hacia la derecha, en el cuello que tragaba saliva, en la nariz que respiraba y en la mancha roja de su pecho. De verdad que no les estoy mintiendo, oficiales.

        —¿Dice usted que la señorita Paulina…?

        —¿Regresó?

        Sonrisas de burla. Miradas cómplices. Las teclas mudas.

        —¡Sí, eso mismo! Pero es que ella lo sabía, estaba segura de que tenía que regresar con los mismos cabellos largos y suaves, con la misma boca roja y grande, con la misma voz con que solía cantar en la habitación. Y yo de algún modo fui su cómplice, oficiales, reconozco que yo sólo hice lo que ella me pidió.

        —¿Nos está diciendo que el crimen que cometió fue porque ella…?

        Tecleo rápido. La mecanógrafa registra las declaraciones.

        —Ajá, ella me lo venía pidiendo desde hacía mucho tiempo. Meses después de que nos conocimos, y posterior a la boda, me insistió todavía más para que yo lo hiciera. Les prometo que al principio me rehusaba porque me parecía una locura, un verdadero disparate y el relato que usaba para convencerme de que cumpliera su capricho era absurdo y estúpido.

        —¿A qué relato se refiere?

        —Ese de que su familia llevaba siglos buscando algo así como la quintaesencia de la inmortalidad dentro de una especie de secta milenaria. Sí, sí, ya sé que es tonto, pero ella estaba segura de que sus antepasados… ¡Ah! Se me pasaba decirles que sus padres son de origen italiano, aunque emigraron a la Ciudad de México después de la posguerra… ¿Que si conocí a sus padres? ¡No! Lo que ocurre es que ellos murieron muy jóvenes, como todos los demás…

        —¿Se refiere a sus padres o a sus abuelos?

        —Sus padres…sí.

        —Lo de la guerra en Europa fue hace mucho, ¿no?

        —Sí, algo… pero les comentaba que Paulina me dijo que sus papás fallecieron en un accidente vial, allá por Río Churubusco cuando regresaban de una de sus reuniones clandestinas. Sólo los he visto en los retratos que están colgados en la sala de la casa, pero nada más. Que por cierto esos retratos siempre me han dado miedo, pues me hacían sentir algo extraño cada vez que me cruzaba con ellos. A veces pienso que tal vez se debe a que todos son jóvenes, como si repudiaran la vejez al grado de querer evitarla. Ni los retratos más antiguos son de gente que pase los cuarenta. Pero yo sentía que me seguían con la mirada, ¿saben? Era extraño, pero les juro que si regresan a la casa, como supongo que lo están haciendo ahora mismo sus agentes, o lo harán después, van a sentir como si la familia Colombo los vigilara. Eso también le pasó a mi mamá hace meses, cuando Paulina la invitó a cenar por su cumpleaños. Pero a lo que voy es que mi esposa siempre se creyó al pie de la letra esa historia de su familia.

        —¿Y usted también creía en sus cuentos?

        —Yo siempre traté de mantenerme lejos de esas creencias, señor. Fui educado en el catolicismo y considero que sigo siéndolo, aunque haya cometido lo que haya cometido. Yo jamás trataría de contradecir las leyes de Dios. Solo él sabe quién debe morir y quién no. Pero como les dije antes, simplemente respeté las creencias de mi esposa y terminé manchándome las manos de sangre. Reitero: yo no estaba de acuerdo ni me pareció tener sentido, pero eso es lo que Paulina deseaba y tengo que decirles que se le cumplió, señores, aunque no me lo quieran creer.

        —¿Qué deseaba la señorita Paulina en realidad?

        —Ella quería… ¿Cómo decirlo? Ella pensaba que…

        —Dígalo, señor, como le salga.

        —Sí, sí, es que ella deseaba como… mantenerse siempre así, joven y bonita. Paulina es de verdad una mujer hermosa, como lo han sido todas las mujeres de su familia que aparecen retratadas en los cuadros de la pared. Supongo que simplemente se trataba de un defecto heredado: la obsesión por la belleza… Creo ya les había dicho que Paulina siempre fue vanidosa, pecadoramente vanidosa, diría yo. Gastaba miles de pesos al mes en enjuagues de baño, cremas humectantes, tratamientos cosmetológicos, exposiciones lunares y no sé qué tantas cosas más. Miraba su piel día y noche, al pendiente de cualquier rasgadura o mancha. Paulina añoraba perpetuar su belleza a contracorriente del tiempo. Sé que es absurdo, señor, sé que parece una contradicción que yo le diga esto después de lo que cometí, pero es que Paulina no podría mantenerse lozana aquí, ¿me entiende? En este mundo todo se pudre muy rápido.

        —En este y en cualquier otro mundo todo se pudre, señor. Todos vamos a ser comida de gusanos…

        —Oficial, no me diga que le está creyendo sus disparates.

        —No, no en todos los mundos, oficial. Perdón, pero para las creencias de Paulina no había fin en los retratos, por decirlo de algún modo. Y no quisiera ni decírmelo a mí mismo, pero después de lo que vi, yo también lo creo…

        —¿Dijo los retratos?

        —¡Ajá!

        —Vaya al grano, señor. Cuéntenos qué ocurrió el día de ayer en la casona de Abraham González, número 466.

        Sudor deslizándose por las mejillas de los oficiales. La mirada perpleja del declarante. El aire vacilante de una ventana. Un cuerpo que parece dormirse. Un chispazo absurdo. Respiración agitada. La sala de interrogatorios se vuelve más caliente.

        —…

        —Señor, por favor díganos qué ocurrió ayer en la casa de su esposa, la señorita Paulina Colombo.

        —Yo no lo hice por voluntad propia, señores, yo sólo…

        —No le preguntamos si lo hizo o no por voluntad propia. Por ahora queremos saber cómo ocurrió. Para el informe.

        —Está bien, les diré todo.

        —Por favor.

        —Me acuerdo que Paulina regresó ayer a la casa, entró a la habitación y me entregó el revólver. No me dijo nada, nomás me lo dio y se salió. Yo lo puse sobre la cama. Después bajé a la sala porque escuché una voz que no era la de Paulina. Cuando llegué al lugar del que provenían los murmullos de la conversación encontré a mi esposa sentada en un banco de cuero, con las piernas descubiertas y una blusa escotada sobre la que caían sus cabellos negros. Frente a ella estaba un hombre canoso que miraba un caballete de madera mientras sostenía un pincel entre sus dedos. Hasta ese momento caí en la cuenta de que no existía ningún retrato de Paulina en la sala principal de la casa, pero había llegado la hora. Y aunque estaba casi en medio de los dos, observándolos sin entender nada, actuaban como si estuviera ausente. Él llevaba el pincel a los óleos escarlata y ocres del godete al tiempo que Paulina elevaba el mentón, descubría sus senos o se acomodaba el cabello a capricho de este señor. Algo en mi interior me decía que Paulina iba en serio con sus cuentos, que realmente comulgaba con las historias de sus familiares alquimistas, de la perpetua juventud, del abandono del cuerpo, de los retratos parpadeantes…

        —¿Alquimistas? ¡Ya no diga pendejadas! ¿No se da cuenta de lo que está diciendo?

        Los oficiales caminan de un lado a otro, negando con la cabeza.

        —Deje de escribir la declaración, por favor, señorita.

        La mecanógrafa descansa los dedos. El sudor resbala. El oficial se recarga en la pared, frustrado. 

        —Ey, déjalo que concluya, es la declaración que se va a…

        —Carajo, ¿no lo estás oyendo?

        —Sí, pero…

        —¡Estamos perdiendo nuestro chingado tiempo!

        —Es protocolo. Ni modo. Continúe, por favor. Usted también escriba, por favor.

        Suspiros. Resignación. Las letras marchan de nuevo.

        —Decía que Paulina actuaba como si yo no estuviera presente. Antes de tratar de decir algo, tomé un vaso con tequila que había dejado sobre una mesa de centro mientras aquel hombre continuaba retratándola sobre el lienzo. Recuerdo que después de beber, lo único que pude hacer fue asomarme al cuadro, pero lo que miré me horrorizó por completo, señores, por completo. Nunca había visto algo así… Era el rostro de Paulina… No la representación, ni las pinceladas imitando sus facciones hermosas. Era ella misma, ¡lo juro! ¡Por Dios que sí, carajo! Reconocí los ojos de obsidiana y la piel blanca, el parpadeo de… Después sentí mucho mareo y decidí irme a acostar. Luego todo se oscureció. Desperté en plena madrugada, sudando y con gran pesadez en los hombros. Me encontraba en el cuarto y Paulina estaba frente a mí, tendida en el lecho mortuorio sobre el que caía la luz de la luna desde la ventana abierta. Escuchaba el pasar de los coches en la calle, los últimos camiones, los murmullos lejanos de la gente vagando. De lo que más me acuerdo es de su rostro, de su precioso rostro de plata cuya boca parecía una manzana roja. Sus ojos me miraron con tanta intensidad que de pronto me sentí como… fuera de mí, ¿saben? Como, como… como si un esqueleto hubiese introducido su mano dentro de mi mano para extender el revólver y apuntar hacia su corazón caliente, como si una fuerza pesada hubiese apretado mi dedo contra el gatillo que le detonaría la carne en un pulso contenido.

        Su voz se quiebra. La sala se llena de un llanto delgado. Sirenas de patrullas a lo lejos.

        —¿Aclaré que no lo hice porque yo quería, verdad…?

        —Me largo…

        Se abre la puerta de la sala de interrogatorios de la Fiscalía. El oficial Domínguez azota la puerta. El silencio se apodera del espacio mientras el oficial Olivares aguza el oído y suspira, más fastidiado que resignado.

        —Continúe.

        —Después, oficial… le juro que después me quedé mirando fijamente su cuerpo tendido. Recuerdo que la pólvora que volaba en la habitación se iba desvaneciendo mientras las ráfagas de aire iban y venían a través de la cortina. El estallido atrajo el silencio. Todo estaba quieto. Todo se mantuvo en calma durante no sé cuántos minutos, no podría decir cuántos, de verdad que no, pero sí le aseguro, por Dios y por mi madre, que ella comenzó a abrir los ojos, muy lento…

        Los sollozos del declarante inundan la habitación. Se lleva las manos a la cabeza. Su mirada perpleja se encuentra con la imagen siniestra de los ojos oscuros mirando el techo. Breve y hondo silencio. Voz tratando de subir a la superficie. 

        —Ya le había dicho que Paulina se quitó las sábanas y después se irguió, pero no caminó, oficial. Paulina no pisó el suelo cuando se paró frente a mí, aunque sí me observó con sus ojos de piedra negra. Sentí un golpecito húmedo en los labios, el contacto con sus dientes…un beso putrefacto… Después se dirigió a la escalera que daba a la sala principal y desapareció entre las sombras del pasillo. O por lo menos yo no la volví a ver, oficial, o bueno sí… La última vez que la vi fue cuando ustedes entraron a la casa y me arrestaron dentro de la habitación frente al cuerpo inerte. Cuando se disponían a sacarme de la casona, atravesamos la sala principal en la que colgaban los cuadros de la familia. Fue en ese momento en que miré, casi de reojo, el cuadro de Paulina, que, repito, no es una pintura, señor, es ella, la misma Paulina colgando de un hilo, pendiendo en la pared blanca. Recuerdo que me seguía con los ojos, con una mirada cómplice, con la sonrisa chueca, con la misma sugerencia seductora tan de ella, de mi Paulina.

        Se lleva las manos a sus sienes que palpitan. Sudor. Ojos perdidos. Ojos mirando más allá. La mecanógrafa siente tensos los dedos.

        —Lo que bebió fue tequila, señor, ¿verdad?

        —Sí, señor, pero no tanto como para embriagarme.

        —Permítame un momento, por favor.

        El oficial Olivares sale de la habitación. Un chirrido de puerta antecede al silencio.

 

La habitación alumbrada por la luna. Una sombra pesada. Las colinas de su cuerpo de plata. La mano delgada que se extiende desde el aire.     

        —Señor, dígame por favor: ¿quién es ella?

        La sirena de la patrulla está afuera. El pecho de su mujer como una rosa roja reventada. Los cabellos negros como la espuma. El viento bailando con las cortinas. La mujer que acaba de llegar observa al sospechoso.

        —Es Paulina, señor…

        Abre los ojos negros, teñidos por un rayo luminoso. Siente calor en los labios. El retrato sonríe. Todos los retratos sonríen. 

        —Y la verdad no sé si está viva o muerta.

        La sangre salpicada le escurre por la camisa. El cañón exhala un vaho ardiente. Por fin descansa su mano. La pólvora flota en el aire. El cuerpo está quieto.

        —Dime si estás viva o muerta, Paulina. Por favor, dímelo…

        Más patrullas llegan con su ruidero. Se estacionan frente al zaguán de la casona de Abraham González.

        El cuerpo frío. La boca caliente. La piel pálida. Las venas, infinitos ríos azules. Los ojos bañados de tinieblas.

        —Paulina, diles que tú me lo pediste…

        Pero Paulina, la hermosa Paulina del retrato, guarda silencio desde la cama, con los ojos abiertos.

*

*Estudiante del diplomado en escritura de Literaria Centro Mexicano de Escritores.