Textos

Verde

Sophia Appl Scorza*

A Aída le gusta acostarse en el muelle y cerrar los ojos mientras siente cómo el sol le calienta el pecho. Cuando los cierra, se encuentra en una cueva de paredes arqueadas, translucidas, que la bañan de naranjas y lilas suaves. Siente que al extender la mano puede acariciar aquel techo que es liso y elástico, como goma. A veces, cuando pasa mucho tiempo así, empieza a ver pequeñas formas orgánicas en el aire que parecen lombrices plateadas. Aída cree que buscan comunicarle un mensaje en su idioma de movimientos que no logra entender, pero que, está segura, es amable. Se imagina que pertenecen a una dimensión oculta del mundo que sólo se deja atisbar en la ceguera.

        El lindero de estas horas se anuncia con el cambio de color en la luz que penetra su refugio diáfano. Los naranjas y lilas van palideciendo y una luz grisácea espanta a sus compañeros invisibles y le infunde un súbito frío. El frío no le importa: corriendo lo puede apaciguar. Lo que no puede ahuyentar es el aleteo pesado del pájaro gris que la llama a regresar; siente su peso en el pecho y su mirada inmóvil que encierra todos los colores.

        Cuando Aída abre los ojos, arden al encontrarse con una luz sin filtros que quema. Se los tapa con la mano y se incorpora lentamente, bajando la cara. Desdibujado por el movimiento y la ceguera divisa su propio rostro en el agua. El agua es negra, cargada de todo tipo de artefactos: un reloj, un paraguas roto, un muerto. Ya desde hace mucho se acostumbró al olor a podredumbre. Levanta la mirada y ve las siluetas de los contenedores, apilados unos sobre otros, conectados por escaleras chuecas y engañosas. De los pasamanos cuelgan trapos grises. Cuando un aire se levanta sobre el canal putrefacto, aquel castillo de barracas parece un organismo enfermo que tiembla y suspira.

        Aída se levanta y emprende su camino, como siempre, sola. Adivina las miradas ocultas detrás de las cortinas, señalándola, el siseo de las palabras de advertencia que pasan de boca en boca. Aída sabe que su madre la va a regañar. La encuentra como siempre: sentada en el catre en el que duermen ambas, a espaldas de la puerta. La halla dialogando con la oscuridad que se arrastra desde las esquinas hacia el centro del cuarto. No voltea al escuchar el sonido de la puerta.

        —¿Dónde estabas? —le pregunta.

        Aída no responde. Se sienta del otro lado del catre, mirando hacia la puerta. Este espacio es la negación de la cueva de luces con sus superficies redondas y suaves. Se trata de una caja manchada de grises, negros y marrones, perfectamente cuadrada como un ataúd. Lo único limpio es la luz blanca del bombillo, una luz penetrante y hostil que le martilla los sesos. Aída siente un dolor entre sus costillas, sabe que hay un animal ahí que las roe desde adentro, un animal paciente y sin piedad. Escucha a su madre toser con ese sonido de latas de metal que chocan.

        —Tú sabes que no puedes salir de día —le reprocha su madre. —Te va a terminar matando, como mató a tu padre.

        Como te está matando a ti, piensa Aída. El aire se ha vuelto amarillo y tóxico. La brisa nocturna apenas dispersa las partículas, pero deben salir a los canales a pescar lo que encuentren para comer. A veces sacan peces con dobles aletas, o un solo ojo chueco en medio de la frente. Aída los mira con asombro cuando se retuercen y siente el aleteo del pájaro gris que se cierne sobre ella y la cubre en sombra.

        Con cuidado, se acerca a su madre. Ve que en la mano izquierda tiene un pañuelo que estruja rápidamente para que Aída no vea que está manchado de sangre.

        —Tú sabes que no debes salir de día —le repite su madre.

        —Pero son tan bellos los colores, mamá, los deberías ir a ver. Me recuerdan algo… algo que me hace sentir feliz.

        La madre la mira con sus ojos hundidos, coronados por una multitud de venitas azules que abren su piel apergaminada a decenas de arroyos. Aída ve que en su otra mano tiene una fotografía: su madre y su padre cargándola bajo los árboles naranjas del otoño. La luz que inunda las caras es una luz que Aída jamás ha visto: dorada, abundante, encerrando el azul absoluto de un cielo terso.

        —Estabas muy pequeña —susurra la madre, antes de que la tos vuelva a sacudir su diminuto torso. Aída contempla la fotografía con asombro.

        —¿Así eran los árboles, naranjas?

        —En otoño se ponían naranjas, pero en verano y primavera eran verdes.

        —¿Verdes como las algas del canal?

Su madre niega con un movimiento lento de la cabeza y posa la imagen sobre las rodillas, como si se hubiera vuelto muy pesada.

        —Era un verde fresco, limpio, nuevo…

Su hija la mira sin entender.

        —En invierno tiraban sus hojas y se quedaban calvos, y en primavera renacían sus retoños, y cada uno… parecía la primera vida en la tierra.

Aída acuesta la cabeza en el regazo de su madre y cierra los ojos, siente cómo sus dedos le acarician el cabello. Se intenta imaginar aquel color del que habla su madre, pero su memoria sólo logra invocar los lilas y naranjas danzantes de su cueva.

        —Sígueme contando, mamá —le pide, reprimiendo un ataque de tos que martilla dentro de su pecho.

        —En primavera, algunos árboles florecían —escucha la voz de su madre, con el tono suave que la reconforta en los sueños, sin saber a quién pertenece.

        —¿Qué es una flor? —quiere saber Aída.

Su madre le extiende el pañuelo estrujado en el puño y lo abre lentamente, dejando que se vayan desdoblando los pliegues.

        —Así se abrían las flores en primavera.

Aída quiere saber si así eran todas las flores, blancas como el pañuelo. Su madre niega con vehemencia, no, había flores de todos los colores.

        —¿Lilas? —pregunta Aída.

        —Lilas y naranjas y rojas y hasta azules —replica su madre, observando las líneas finas de sangre impregnadas en el pañuelo. —Las magnolias eran mis favoritas. Fueron los primeros árboles en la tierra que se reprodujeron a través de las flores. Eso me explicó tu papá.

Al mencionar al padre, enmudece y estruja el pañuelo de nuevo, aplastándolo y encerrándolo por completo en su puño.

        —Ya basta de cuentos. Hay que salir a pescar.

Aída tiene muchas preguntas, pero calla, sabe que cuando la cara de su madre se llena de sombra no le puede hablar. Sosteniéndose en el hombro de su hija, la madre se incorpora con dificultad. De los demás contenedores se escuchan susurros, el sonido hueco de gente tosiendo. Al borde del canal se encuentran con grupos pequeños de personas que las saludan con gestos imprecisos y ojos llenos de recelo. Cada vez son menos los peces que logran sacar del canal. A veces llegan cardúmenes enteros de peces muertos, flotando panza arriba, entre los rescoldos de un viejo mundo. Nada se mueve en las aguas negras. La noche les concede un solo pescadito, flaco y diminuto que se retuerce al fondo de la cubeta. Cuando poco a poco deja de luchar y se va quedando quieto, Aída siente cómo en su pecho el pájaro gris levanta la cabeza y la mira.

        Conforme se va acercando el día, los grupitos enralecen, los cuerpos doblados emprenden su camino sigiloso de regreso. La madre de Aída, en cuclillas, quiere incorporarse y seguirles, pero las piernas no le obedecen. Otro ataque de tos la sacude, más severo que los anteriores.

        —Mamá —le dice Aída con voz suave. —¿Y si nos quedamos a mirar el amanecer?

Ve en los ojos de su madre el fulgor de la resistencia. Piensa que la va a regañar, que le va a volver a contar la historia de su papá. Siente cómo las manos de su madre se tensan, pero después, inesperadamente, se suavizan, yacen flácidas sobre las suyas. Del velo brilloso que se extiende sobre los ojos de su madre, Aída sabe que a ella también la visita el pájaro gris. La niña la acuesta en sus piernas y le acaricia el cabello, como su madre siempre lo ha hecho con ella. Cuando las primeras ráfagas de luz tocan sus párpados, aparecen ante ella aquellos seres enigmáticos que flotan en el aire. Aída los saluda como a viejos amigos. La reconfortan, le susurran que entre los pliegues de este mundo roto duermen muchos otros, y que hay que cerrar los ojos para verlos.

        —Quiero ver los colores —piensa Aída.

        —Los verás —le contesta su madre desde lejos.

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*Estudiante del diplomado en escritura de Literaria Centro Mexicano de Escritores.