
Por Camilo Villegas Restrepo*
A caminar solo y en la oscuridad se acostumbró don José María. Su ritmo, andar de pisadas cojas, delata el dolor de huesos en un hombre ya fatigado por el viaje de la vida. Sin embargo, don José María no teme tropezarse al paso, ni le perturba aquello que no puede ver y habita lo oscuro de su casa, que por vacía, hoy se siente más grande de lo que es. Aún aferrado al yugo de una vida madrugando, don José María despierta temprano, abre los ojos rugosos y ve el mundo en tinieblas como si aún los tuviera cerrados, pero la intuición le grita al oido con un eco fantasmal desde su niñez, que es tiempo de dejar la cama. ¿A qué horas? No se sabe, temprano, oscuro, callado.
En casas de campo, esos aparatos para agotar el tiempo escasean, aquí la hora se dice por la mañana, por la tarde y por la noche, y ya, dice don José. De un jalón, se arranca las cobijas que lo cubren del frio azotante en la montaña, antes de que las gallinas abran sus ojos azules y comiencen a caminar como señoras nerviosas de un lado a otro, hasta quedar cubierto de rila el suelo del corral. ¿Quién sino él es encargado de limpiar? ¿Quién sino él se ocupa de fogón y leña? Tareas que se repartían cuando su mujer estaba viva.
Despierta tan temprano, pero tan temprano, que desde su rancho ve al sol asomar en lo oscuro cuando aún es tímido y niñito. En una disonancia de crujir de huesos, combatido por el tiempo y la ausencia, don José María lento, se incorpora sentado al borde de la cama y se persigna al tocar sus pies el suelo. Hay días, su dolor de piernas es tan violento, tan violento, como desata dios su ira en la naturaleza. Como agujas capoteras atravesando sus desgastadas coyunturas o un serrucho mutilando sin fin, algún muñeco vudú que habrá hecho una bruja a su nombre. Soporta como la melancolía. Entonces, don José María se habla a sí mismo cabizbajo y en susurro, hoy no podré, y exhala todo su aire por la boca. Se soba las piernitas flacas y recorridas, mientras intenta tomar impulso para accionar. Estira el brazo que antes fue fuerte y hoy levanta con flacidez para agarrar el frasco con liquido negro que está sobre el nochero, junto al San Gregorio. Esboza cierta sonrisa de esperanza en su rostro colgado y a palmaditas suaves, va aplicando en sus rodillas una loción de flor de cáñamo con alcanfor que él mismo prepara, receta de Lleritas, culebrero del pueblo, bendita para entumir por ratos dolores de reumatismo o artritis, dice. Cuando el gallo canta, don José María está de pie hace rato, prende una vela que le alumbre el paso, con cuidado va a la cocina, prepara su cafecito, sale de taza en mano a respirar el aire del sembrao y sin prisa, recoge los frutos mientras va aclarando el cielo. Un hacer matutino de los tiempos cuando su mujer estaba viva. Don José María, despierta temprano, muy temprano, en verdad, poco duerme.
Insomnio de especie rara, dice don José, dormir es lo que me desvela porque cuando se duerme se sueña y ese es el problema. Qué contrariedad, ¿no? ¡Culpa de la maldita huesuda que no deja descansar! Hace noches, don José María empezó a tener una serie de sueños que viraron en pesadillas. Soñé otra vez con la muerte, se decía ya despierto. Sabe que cualquiera sueña imágenes extrañas y él, no siendo experto en interpretar sueños, como su mujer cuando estaba viva, aún sabía que soñar con la muerte no significa morir, o eso pensaba. Una larga noche, otra y otra, se fueron acumulando, hasta que ese arquetipo huesudo que sin carne encarna el fin para los vivos, invadió sus sueños, hasta poseer cada intento de dormir y del acoso onírico, pasar a asaltar su cabeza en una persecución diurna y cansada. Tan pronto don José María cierra los ojos y empieza a conciliar el sueño, el espanto se lo impide porque lo ve de nuevo. Siempre la misma escena contra el cielo soleado de medio día: atisba a la muerte sentada en carrizo sobre la rama de un árbol. Al esqueleto de la guadaña, a la gran miseria humana de pelo largo negro y tacones rojos que fuma y entre risas, con voz de tumba que retumba, dice: ¡Se te está llegando la hora, José María, se te está llegando la hora!
De ese primer desencuentro, el viejo despertó de un brinco y sudando, incapaz de volver a la cama, se dedicó a vagar en el silencio de su noche larga. Pensó apresurado que moriría, no en ese momento, pero el avistamiento de algo tan perturbador como esos restos humanos parlantes que se burlaban de él, abrió un camino en la sombra hacia el hecho de tener fin, como cualquier mortal de la caravana, para mí, más temprano que tarde, pensó, ya casi cumplo cien. Un suplicio de insomnio después, hecho un alfeñique y de tanto ver a la hija de las mil perras, noche tras noche, más que temer al fin de sus días, aquel esqueleto fumando se convirtió en una tortura diaria que haría a cualquier vivo querer morir. No dice otra cosa, que se me está llegando la hora ¿cree que no sé?, reniega don José María recostado en las almohadas. Lo peor es eso, que después del sueño queda rodando de un lado a otro de la cama, con el pensamiento cautivo en cómo irá ser su hora cuando un día, para su mal, venga a buscarlo la parca.
Desde que llega el medio día, don José María se cabecea donde esté sentado, ya no puede ni leer porque los ojos se le cierran mientras intenta seguir las letras y el sentido al tanto. ¿Una siesta? Imposible. Cierra los ojos, ve la muerte plantada en la misma rama de aquel árbol y los párpados de don José, invadidos de ojeras negras y bolsas de arrugas que cuelgan, se abren como dos heridas frescas sangrantes en lágrimas. No parecen los acáis de un viejo de casi cien, sino los de uno doscientos, se dice al verse en un retazo de espejo. Dejó de contar los pocillos de café con los que trastorna al día y no prepara más taza por taza, como lo hacía antes. En cambio, dispone una olla hasta el bordo del líquido oscuro y humeante, para arrastrase despierto hasta llegar la tarde y poder cenar en paz.
A ese punto el temblor en las manos le impide agarrar la cuchara. Es un terremoto en el cuerpo. Parezco tocando tiple, dice y derrama la mitad de lo que tiene en el plato. A tal momento sus males reviven como muertos enterrados en esa tumba que es su cuerpo, el dolor de piernas repunta con una agudeza que la carne no olvida y don José María, empuña sus manitas huesudas y fuerza un gemido lento que pide compasión a su dolor. Más agua de flor de cáñamo con alcanfor se unta mientras canta, ya no hay quien me ayude, ya no hay quien me ayude a cargar la cruz.
Luego, yo no cargo ninguna cruz, estoy clavado a ella, masculla ante el resultado impotente de todo lo intentado para fundirse dormido y el triunfo seguro de la pelona al despártalo. ¡Qué contrariedad! Le he rezado hasta Santa Lucía, que me saque esos sueños enfermos de los ojos y ni la santa ha podido con la María Negra, como no pudo el jarabe o las infusiones. Se siente en el patio a respirar el frío del derrotado y observar las nubes en el cielo, se pregunta ¿Qué habría hecho la vieja?
Saca la antigua maleta verde con tesoros de su mujer cuando estaba viva, se sumerge en esa corriente de ausencias y esculca con intriga entre batas de flores que nadie usa, pañuelos de cabeza, cinco barajas de tarot y otros chécheres muertos, hasta que lo encuentra, de cubierta de cuero y hojas amarillentas, el recetario que le perteneció a su vieja. Suspira. ¿Cómo controlar los sueños? Con el indice tembloroso viaja por las letras escritas a pulso y fiel a la formula, don José María pone a hervir en agua pasiflora, siete azahares, valeriana y manzanilla, yerbas que noquearían dormido a cualquier león o rey, por poderoso que fuera. Con fe de gozar la noche de sueño, toma sorbo a sorbo el té caliente endulzado con miel y se acuesta. No han pasado cinco minutos en cama y el viejo ronca plácido, con una leve sonrisa en la boca, tan satisfecho y enternecido como un bebe en su sueño. Su voz reacciona al espectro, ¡bajáte de ese palo, flacuchenta hijueputa!, vocifera don José María con los alientos que le permiten albergar en su cuerpo cansado y con esa ira anciana que hasta Dios mira con compasión. Avienta piedras al cielo en fallidos intentos por descalabrar a la calavera de pelo largo y tacones que sigue fumando sentada en la rama del mismo árbol, mientras se burla de él. ¡Se te está llegando la hora, José María, se te está llegando la hora!
Despierta desesperado, tira al suelo la cobija y la almohada, prende una vela, se sienta al borde la cama y sin más remedio, se echa a reír a carcajadas como si recién le contaran un chiste de esos para tenerse la panza, como si la falta de sueño ya le hubiera desconfigurado el cerebro. Y ahora este absurdo con la muerte, en vez de causarle preocupación, lo divierte. No recuerda la última vez que vio un cabello negro y largo como el de la muerte, se le hizo hasta simpática al verla de capul. Los tacones rojos de charol brillante, después de todo no le quedaban tan ridículos en esas piernas esqueléticas. Le parecía, sí, muy impresionante a don José, ver cómo el humo del tabaco le entraba por el cráneo, bajaba y se contenía entre los huesos de la columna y el costillar, para luego subir y ser expulsado de nuevo por la mandíbula cadavérica. Lo más feo es esa risita de ultratumba, dice don José María. Su mujer, cuando estaba viva, tampoco era perfecta, balbucea. ¿Qué locura estás diciendo, José María?, ¿qué locura estás diciendo?, se recrimina al verse en un retazo de espejo. Hace mucho no ves hembra.
De ruana y sombrero negro sale el viejo de casa con el bastón en la mano, el escapulario en el cuello y el machete colgando cual pistola en vaina. Transita en bajada por el camino rústico, se mueve con cautela, hecho una figura mística de la montaña, atraviesa el pueblo a la sombra de saludos y hasta luegos a paisanos, y a bregas, sus pasos lo llevan hasta el atrio de la iglesia, donde sabe que Lleritas, el culebrero, extiende su toldillo de vender artificios y esperanzas, justo detrás del templo, para que los parroquianos, cuando salgan de misa, busquen de ese consejo o cura sucia que el sacerdocio rechaza, pero no niega. Quiero que me deje dormir tranquilo o que me lleve de una vez, reniega don José María frente a Lleritas, a quien le cuelgan collares de piedras coloridas y huesos y en cuyas manos diez de sus once dedos brillan con anillos de cobre tenso. Lleritas fuma con ojos rojos mientras, con un silencio apático, exhala humo y observa al afectado en su relato de ser perseguido por la mismísima parca. No es doctor, ni sacerdote, mas bien mezcla de ambos, el Lleritas con ojos casi cerrados, pregunta, ¿sumercé tiene sembrao? ¡Ufff! Plantas es lo que hay en mi rancho, yanten, hinojo, malva. ¿Flor de cáñamo?, interroga el culebrero. Por puñados, buena pal’ dolor de huesos, replica saltón don José María.
Hondea sobre el aire la ruana de vuelta camino a la montaña, don José tan contento como quien huye con el tesoro y el mapa, de labios gastados por sonreír, sueña con no soñar, solo dormir y descansar. A su paso cojo va deshaciendo el camino a casa, con una mano evita que el sombrero se lo arranque el viento, con la otra aprieta el escapulario en su pecho. Con la vista de frente a la montaña, se atraviesa de un ruido que hace al viejo sentirse inútil por haber ignorado que el propio remedio para el insomnio, igual que para el dolor de huesos, lo tuvo en casa todo este tiempo en una misma planta. Así son los años, sin darse uno cuenta lo van desmantelando de adentro hacia afuera y esa visión mortificante de la calavera humana, su único impedimento para el reposo sano que debe tener un hombre de su edad. Confía, como ciego en su bastón, en los menjurjes de Lleritas y en la flor que cultivó.
Llega a su racho en carrera hacia el sembrao, huele la hierba, con sus manos temblorosas la arranca, la espulga y pone a secar, como le indicaron, arma un tabaco, lo apoya en sus labios resecos, tose y tose hasta que una risita lo apodera, los ojos como fuego y queda trastornado, desaparece el insomnio, desaparece el dolor de huesos, desaparece la parca en sueños, desaparecen los sueños. ¡Qué ricura! Ríe y da palmaditas de celebración al viento don José María. Como la quema lo puso tan contento, se da otra fumada y otra y otra, hasta cubrirse de humo espeso, cual la parca en el árbol, la María Negra. Luego le chilla la panza, atacado por un hambre voraz.
Hasta me abrió el apetito, estoy repuesto de tanto tragar, se dice y cada mañana despierta de un sueño aturdido, con las mechas revueltas como los nidos de gallinas que ya ni limpia por andar disparatado de robusta sed. Con frecuencia, lo ha venido afectando la tos, pero miel para ella y fuma. Religiosamente en la mañana, aclara de arena su garganta y enciende un tabaco de los que aprendió a hacer con sus plantas para atravesar una jornada más entre goce y ansiedad, sin ver el fin de sus días. ¿Que se me estaba llegando la hora? Aquí sigo esperando, corazón anciano ni la muerte te quiere, exhala en una nube don José. Ya para mis huesos —canta sentado en la entrada de su casa—, cuando yo me muera —cierra los ojos para la pronuncia final—, tal vez lo mas blando, tal vez lo mas blando será el ataúd.
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*Escritor egresado del diplomado de Literaria Centro Mexicano de Escritores.