Textos

Mi iceberg

Por Gabriela González*

Tengo una confesión que hacer: todas las noches después de sumergir mi cabeza en la suavidad de la almohada y dar aquellos respiros que abren la puerta al descanso, me encuentro con mi iceberg.

La psicóloga piensa que hace tiempo nos hemos dejado, piensa que aquello no existe más, y que ahora floto tranquila en un mar de presente realismo. Pero la verdad es que siempre me fue complicado dejarlo. El iceberg me persigue o yo lo persigo al él, no lo sé.

Iceberg es el nombre que le dimos en una sesión a mi adicción después de haber sido diagnosticada con codependencia y a una inusual idealización de la relación amorosa, después de llorar cada sesión por él, por el mismo corazón roto, la misma nota dolorosa, la misma ilusión despedazada.

Un día, a su mente de psicoanalista le pareció muy adecuado explicarme el problema con una metáfora y, usando una voz particularmente seca de cualquier emoción dijo: “Él es sólo la superficie del problema, hay una increíble cantidad de cosas debajo de la superficie por sanar, esto que platicamos sólo es la punta del iceberg”.

Y a mí, mientras escuchaba el sonido viajando sin detenerse hacia la pared que estaba justo a mi espalda, me venía la imagen viva de una montaña inmensa de hielo que vivía en aquel mar frío al cobijo del manto obscuro de la noche.

Dentro del hielo, se veían todos aquellos fragmentos de la memoria que habían quedado petrificados e inmóviles. Había cartas, canciones, fotos, risas, caricias, momentos… tantos y tantos momentos.

Y también estaba él con sus dientes irresistibles y aquella nariz perfecta que combinaba con la manzana de su cuello.

El problema que la psicóloga nunca entendió era justo ese, ella quería alejarme de mi iceberg, que lo olvidara, o lo “superara”, como me decía la gente que no sabe de amor, y yo me quería acercar para revivirnos, besar sus labios y llorarle uno a uno a cada recuerdo, derritiendo dulcemente la capa que ahora nos separaba para entretejer de nuevo la historia astillada.

Los años pasaron y con ello las sesiones, mi terapeuta pensaba que estaba teniendo un progreso espectacular de aceptación y desapego, y yo, con el afán sincero de ocupar aquella hora a la semana con algo más, me despedí.

No me mal interpreten, comprendí muchas cosas en la terapia, sobre todo entendí cómo a los ojos de la psicología el ser humano debe ser equilibradamente desértico en sus recuerdos y emociones, la nostalgia no es buena y menos la fantasía, hay que impostarlas con realidad.

Si ella hubiera sabido que yo no le pagaba por sus consejos ni sus diagnósticos… le pagaba para que alguien me escuchara, para revivir, para darle colores y formas al silencio, para nunca olvidar. Pero llegó el día en que no necesité contarlo más, ahora estamos juntos. A veces, es él quién me visita mientras yo espero descansando los párpados. Entonces entre sueños lo veo clarito, nos tocamos, jugamos, hasta le hago reclamos, ya saben, cosas de pareja.

Otras veces me es imposible esperar, así que antes de dormirme lo busco, empiezo a pensar en un detalle, en una situación y eso me lleva a los diálogos, a la nueva aventura que crearemos esa noche juntos, yo desde mi cama y él, allá, pero al final juntos.  

Quién iba a pensarlo, nuestra historia tuvo un final feliz, una en donde remamos lejos de ese mar y de esa noche fría y hacemos fuego, mucho fuego con todo ese hielo.

*Alumna de Literaria Centro Mexicano de Escritores.