
Fotografía: Alina Autumn.
Por Isabel Muñoz*
En alguna parte del sótano, apenas alumbrada por una vela cuya cera purga una llama maloliente, escribo este testimonio para replicar el grito de mis ojos al mirar lo presenciado. También, con el afán de sentir un poco de lucidez dentro de la situación que me domina.
Cuando nos mudamos a esta casa, Julián y yo éramos verdaderamente felices. A pesar de los achaques justos de una propiedad construida hace sesenta años –tuberías descompuestas, paredes agrietadas y pisos desmembrados– la casa nos prometía algo nuevo: la eternidad. En ese entonces, la miel de nuestro amor se nos atoraba en los dientes, dejaba nuestras manos pegajosas, nuestros ojos enviciados. Él se empeñó en construir un hogar, esa palabra tan pesada que suele confundirse con refugio, y yo me fasciné por habitar una dulce prisión en donde cumpliría mi cadena perpetua. Todo iba de maravilla: las plantas florecieron, los libros encontraron su sitio en los estantes y la música de los pájaros que rondaban las ventanas generaba una atmósfera que adormecía cualquier inquietud. Era nuestro templo.
Mientras la casa renacía en una primavera que no conocía el invierno, Julián y yo también. Cambiamos el piso, compramos ventanas nuevas, tapizamos las paredes… La casa se transformaba y nuestras raíces se expandieron en ella. Cuando salía, la ansiedad me carcomía las sienes: no podía pensar en nada más que en regresar y estar con mi marido presenciando la metamorfosis de nuestro hogar. Julián estaba tan comprometido con nuestro santuario que decidió ocupar una de las habitaciones para hacer su despacho y así evitar la angustia de abandonar el nido. A los pocos meses hice lo mismo. No teníamos un motivo real para salir: todo lo que queríamos estaba dentro.
Pasaron cinco años y aquel lugar que nos cautivó con sus tragaluces empolvados, desapareció. Ahora vivíamos en una casa contemporánea, con muebles elegantes y olor a piel nueva. Mi esposo y yo aún nos amábamos, aunque la miel comenzaba a empalagar. Ya no había nada más que reponer, y sin esa motivación, el tiempo se sentía holgado. Pasaban los días y nuestra voluntad nos rugía al oído que necesitábamos salir de casa. Sin embargo, aún nos quedaba algo por renovar: el sótano.
El sótano. El lugar desde donde ahora escribo en silencio, a escondidas de Julián. Ese lugar donde parece no existir ni el tiempo ni el espacio: todo es vertical, y va en picada. No hay distinción entre día y noche, entre amplio o estrecho… es la pieza desconocida donde se guarda lo que no se quiere ver en la cotidianidad. Desde la mudanza decidimos no usarlo, pues traíamos poco equipaje. Veníamos ligeros y con la idea de que las cosas que necesitaríamos las conseguiríamos poco a poco. Sin embargo, ahora que no restaba nada más por arreglar, el sótano nos incomodaba la consciencia. Había que armonizarlo: era la oportunidad perfecta para llenar ese abismo entre Julián y yo.
Las escaleras de caracol parecían interminables. Eran angostas y no podíamos bajar al mismo tiempo: sólo había espacio para una persona a la vez. Yo seguí los pasos de Julián. Olvidamos dónde estaba el interruptor de luz para ampliar la visión de esa mazmorra, así que Julián regresó a la superficie para traer una vela y una caja de cerillos. De pronto, todo el bagaje de los inquilinos anteriores nos sobresaltó. Aunque sólo podíamos apreciar lo que la luz de la llama nos permitía, veíamos montones de chucherías arrumbadas. Olía a azufre, a polvo y humedad. Entonces, encontramos un espejo. Como si fueran pinceladas, el espejo tenía manchas de antigüedad, un marco dorado al estilo barroco y una altura monumental. Pero había algo extremadamente curioso en esta reliquia: no producía nuestros reflejos.
Sorprendidos, nos detuvimos frente a él unos minutos esperando respuesta, pero nada. Lo tocamos, lo limpiamos, intentamos moverlo de lugar, pero no nos arrojaba ni una mirada: era un espejo ciego y mudo. Nos quedamos sin cerillos, así que decidimos volver a flote. Ya en la sala, permanecimos en silencio. Nos rondaba una sensación de incomodidad que no sabíamos expresar o, al menos, yo no encontraba las palabras adecuadas para describir lo extraño del evento. Decidimos continuar en silencio hasta nuestra habitación. A partir de esa noche, el insomnio era un huésped más en nuestro dulce hogar.
Pasaron meses, y ninguno de los dos volvió a resucitar el tema del espejo sin reflejo. Ambos actuamos como si aquel acontecimiento fuera sólo un mal sueño y no volvimos a descender al sótano. Julián regresó al despacho y yo, por el insomnio que me mordía las entrañas por las noches, dormía durante todo el día. Nuestros relojes eran divergentes: cuando él dormía, yo estaba despierta y viceversa. Ya no sentía la miel atorada en los dientes, ahora era un chicle viejo que no podía sacarme del paladar. Tenía que descender al sótano.
Y así lo hice. Bajé las escaleras infinitas mientras Julián dormía. Me temblaban las piernas y las manos, pero esta vez traje conmigo una lámpara de mano. Después de varios pasos, volví a toparme con el espejo. Jamás podré olvidar lo que me dijo. Me reconocí ante él, pero sólo por la mirada. Mi cuerpo lucía extremadamente delgado, como el de una rama de árbol desnuda y retorcida. Mi cabello era de alambres cenizos y mis pómulos parecían dos espinas que no tardarían en reventarme la cara. Cerré los ojos, los apreté fuertemente y los volví a abrir con la ilusión de que la miopía estuviera jugándome un truco. Yo seguía desfigurada. Intenté sonreír para provocar que algo de dulzura reprodujera mi verdadero semblante, pero aquella imagen me estremeció. Mi sonrisa era un vacío, un monedero sin fondo. Solté un grito que jamás había escuchado y a tientas, ascendí las escaleras del sótano. Agitada, asustada y con el corazón en la garganta volví a acostarme junto a Julián, quien roncaba desconsoladamente.
Desde aquel día, yo no podía permanecer inmóvil. Todas las noches, las ganas de descender al sótano me ponían en movimiento, necesitaba recuperar mi reflejo y entender que todo era producto de la imaginación anestesiada de insomnio. Sin embargo, el miedo de volver a encontrarme con ese nuevo semblante me paralizaba. No podía dejar de pensar en ello hasta que ya no pude volver a concebir el sueño. La expresión de Julián se endureció y sus manos no reconocían mi territorio. Las plantas se secaron, los pájaros dejaron de visitarnos y el invierno acechó nuestra morada. El ocaso de la primavera se asomó por la ventana de nuestra habitación. Los demás espejos de la casa reflejaban mi mirada cansada y ojerosa, pero mi cuerpo no cambiaba. ¿Qué más daba? Después de haberme visto en el espejo del sótano, yo sabía que yo ya no era yo.
Hoy, volví a descender las escaleras encorvadas, armada con un lápiz y una libreta. En esta ocasión me puse los anteojos, por eso de la miopía. A pesar de que no sé con exactitud la extensión del sótano ni la ubicación precisa del espejo, recorrí aquella superficie tropezando con algunos objetos hasta que volví a toparme, frente a frente, con este objeto maldito. El eco de mi imagen era aún más repugnante que el de la primera vez: ahora mi piel era color olivo, tenía dos hoyos en lugar de orejas y mi estatura era insignificante. Los pómulos puntiagudos; el cabello cenizo y lo delgado de mi cuerpo se acentuaron aún más. De nuevo mi mirada permanecía intacta: los mismos ojos verdes nadando en la nostalgia del hubiera. Como cuando una luz cegadora encandila la vista, sostuve la mirada en el reflejo para ver si la deformación se componía. Pasaron varios minutos, y así fue. La imagen se adhirió a mi pupila, y para inmortalizarla, tenía que trazarla. De igual modo, en ese momento, decidí sentarme en el suelo para escribir lo que ahora termino. Mientras el polvo del piso ensucia mi papel y la luz de la lámpara parpadea, logré encontrarme frente a ese espejo –ya no sólo por la mirada–. Pero ¿Julián será capaz de reconocerme?
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*Isabel Muñoz es egresada del diplomado de Literaria Centro Mexicano de Escritores.