
Esther Orozco*
La Labor de San Isidro, Pascual Orozco, está situada al pie de la Sierra Tarahumara. Tiene dos mil habitantes. Pueblo de rancheros bravos. En el siglo XIX y a principios del XX lucharon contra los apaches y fueron los primeros que se levantaron en armas contra Porfirio Díaz, en 1910. Por la tozudez y valentía de Pascual Orozco, líder de la Revolución Mexicana, y sus seguidores, el Congreso de Chihuahua le dio a San Isidro el nombre de: “Heroico Pueblo de Pascual Orozco, Cuna de la Revolución”.
Pueblo incestuoso, por lo menos en apellidos. Ahí predominan las familias Orozco, Frías, Rodríguez, Almuina, Avitia y muchos llevan el apellido doble. Nosotros y algunos de mis primos somos Orozco Orozco. La sangre y los genes se comparten en primero, segundo o tercer grado. No se analice por favor el ácido desoxirribonucleico (ADN) de los pobladores, porque se revelarían frutos de amores secretos.
Sus paisajes son majestuosos como recorrido a través de un caleidoscopio. Árboles, lomas y cielo en todos los tonos cambian con la luz del sol y la hora del día, con la lluvia y el clima. En primavera, los manzanos cubren el ambiente de flores rosadas y blancas. En verano, la tierra se tiñe de verdes. Al llegar el otoño, todo es manzanas recién cortadas, elotes asados o cocidos y la campiña se baña en amarillos, naranjas y ocres. Los inviernos secos dejan desnudos –pero llenos de promesas– cerros y llanuras. Cuando el día agoniza, suaves matices y líneas de lumbre polícroma en los límites de los montes y el cielo anuncian que, como la de la tarde, la muerte puede ser bella.
Las noches son un enigma en los cielos negros claveteados de estrellas. Mirarlos, hace a una recordar que es parte del cosmos. No importa cuántos planetas y estrellas y galaxias se descubran, el Universo seguirá guardando misterios y su belleza podrá admirarse desde las noches de mi pueblo. Fusionarse con ese todo llena de paz. De niña les ponía nombre a las estrellas y hablaba con ellas. No había quien me dijera si lo que mis ojos miraban era Alioth, la estrella más brillante de la Osa Mayor, o el planeta Venus o Marte. Sin embargo, yo diferenciaba entre planetas y estrellas. Las que titilaban, me concedían deseos, las otras compartían conmigo su luz. Todavía meditar bajo esas lucecitas rutilantes me ayuda a comprender lo que sucede y a conjeturar lo que vendrá, a localizar los hilos con que se entrelazaron los eventos que me lastiman o me dan felicidad, sueños y esperanzas.
¿En qué parte del organismo se forjan y se alojan los sueños y las esperanzas? Somos un conjunto de entre 3 a 3.7 billones de células humanas y otras tantas de especies que no son humanas (virus, bacterias, hongos, arqueas, etcétera). Como las muñecas rusas, cargamos millones de organismos debajo de la piel que modulan la digestión, la complexión, la capacidad de resistir a las enfermedades, la visión y hasta el carácter; sin ellas, no seríamos lo que somos, no viviríamos. Los humanos somos comunidades nutridas por ilusiones y proyectos. ¿Qué tanto contarán los minúsculos seres que nos habitan para mantener esas ilusiones y proyectos? Los anhelos son cantera para que, desde nuestra pequeñez, surjan las grandes cosas. Somos semillero de anhelos individuales y colectivos, pero no sé en qué parte del organismo se guardan las semillas.
Cuando llegaban los aguaceros y las tempestades, el río Basúchil, que atraviesa el pueblo, se acercaba a nuestra casa. El agua embravecida de color chocolate bramaba, formaba jorobas de espuma terrosa y exaltaba mi imaginación. La gente gritaba: ¡Cuidado, viene la crecida del río!” Los niños que se bañaban desnudos corrían a sus casas y los pobladores protegían a sus animales. Era el tiempo de pedirle a San Isidro Labrador que quitara el agua y mandara el sol. Al desbordarse, el río dejaba el aguardo de mejores cosechas. El agua para beber y cocinar se obtenía de las norias con el agua del río, filtrada por la tierra. Mis madres la ponían en sendos destiladores de piedra porosa con forma de teta de mujer recién parida. Gota a gota caía en los cántaros con sabor a barro. Nunca nos enfermamos por tomarla. Al sistema inmune le viene bien vivir al aire libre y correr por el campo. A mí, tal vez la genética, junto con las manzanas en abundancia y mordidas con tanto placer, me han mantenido sana. ¡Cuánto de lo que somos lo tomamos de la tierra en que vivimos!
San Isidro Labrador manda el agua y quita el sol. San Isidro Labrador quita el agua y manda el sol. El santo, un labrador de yeso arando la tierra atrás de sus bueyes, no puede hacer que llueva. Pero desde siempre, hay que pedir, aunque no nos den. Hay que quejarse, aunque no nos oigan. Hay que confiar, aunque nos engañen. Quién quita y ahora sí. El quince de mayo es su día y lo sacan a pasear. Hay feria con juegos infantiles, bailes de niños y de adultos, kermés, borracheras y pleitos. El santo no agradece tanto agasajo. Agradecer es función del corazón o, mejor dicho, del cerebro, y a él, no le pusieron esos órganos. Su vacuidad quedó evidente cuando un hombre descreído se robó al santo de la iglesia y lo echó al río. Al romperse el yeso, se vio que estaba vacío. Pero, como decía mi mamá, “todo tiene remedio, menos la muerte”, se mandó a hacer otro y la espera del milagro sigue viva. Las esperanzas nos sostienen de pie. Lo que mata los anhelos ultraja lo que somos; y somos lo que aguardamos y soñamos.
Además de revolucionarios y hombres bravos, San Isidro, Pascual Orozco, ha dado a México el mayor número de maestros en cifras relativas, gracias a mamá Julita, la maestra Julia Franco, mi abuela paterna. Al terminar el sexto año, llamaba a los papás de los niños con las mejores calificaciones y les hablaba de los beneficios del estudio.
–¿Con qué ojos, señora Julia? –Preguntaban los padres atribulados. –Nos urge que trabaje pa’ que nos eche una mano. Este año los niños hasta a raíz anduvieron, ¡no hubo dinero ni pa’ mal comer!
–¿Quieres que sea peón de los dueños de las tierras? –Sin estudiar sólo será eso, o mandadero. –Dale la oportunidad, tu muchacho es inteligente. –Lo vestimos con garras que otros desecharon y chanclas viejas, donde quiera las encontramos. Y yo, me paro en la puerta de la Secretaría de Educación hasta que me reciban para que lo acepten en la Escuela Normal Rural de Salaices. Allí, además, le van a dar de comer. –Ándale, no seas cobarde.
Armaba a los chamacos con ropa vieja, parchada por ella misma, y con zapatos hechizos, teguas, que ya otros habían usado. Chancludos y remendados, lograba, por sus incansables gestiones, mandarlos a estudiar. Se consolidó una tradición, y muchos jóvenes del pueblo siguen formándose como maestros en las escuelas normales.
Se dice que mi abuela Julia fue hija de Epifanía, una niña india, botín de guerra, vendida o regalada a una familia chihuahuense. Muy poco se conoce de su vida. Julia rompió los moldes que la aprisionaban gracias a la tía Chepa, mujer de Manuel, hijo también de Epifanía. Chepa recogió a Julia y la mandó a la escuela. Empujada por el destino fue a dar al pueblo de San Isidro, a educar a los niños hijos de los campesinos. ¿Qué sería de muchas mujeres si otras manos femeninas no nos hubieran empujado a ser y luego rescatado del huracán patriarcal?
Tener sangre indígena y ser hija “natural”, como se decía entonces, no eran cualidades deseables entre los mestizos, y procuraban mantenerlas en secreto, pero su fenotipo la denunciaba. Espigada, nariz corva, piel dorada y cabello castaño como oro bruñido que el tiempo pintó de plata, caminaba y se sentaba derechita. Sus pequeños ojos zarcos miraban de frente. Mi padre, en broma o en serio, decía que mamá Julita era fuerte porque descendía del indio Ju, un apache legendario por su bravura. Era una mujer resplandeciente con mucho para ofrecer. Enseñar a volar a las niñas era su leitmotiv. Le dolía ver a mujeres dejar la casa paterna sólo para casarse y llenarse de hijos. Contradictoria, religiosa y lectora apasionada de La Biblia, se afligía por el destino femenino escrito con sangre y sufrimiento en el libro sagrado, y remarcado por los siglos en cada casa de cada pueblo: “Las mujeres nacen, se casan, paren y mueren en el mismo lugar, o en el que su marido las lleve”, sentenciaban. Mamá Julita deshacía los nudos de la sentencia para que a las niñas les crecieran alas. Conocer y compartir el valor del saber y la libertad que ofrece era más fuerte que la letra bíblica. “Dar, que vienen dando”, decía. Sabía que la solidaridad y la generosidad sostienen la esperanza y el saber da alas para sobrevolar muros.
Mamá Julita se casó casi niña con Tomás Orozco, tres veces mayor que ella y dos veces viudo. Tuvo cuatro hijos y una hija que murió de difteria a los cuatro años. Muy joven, fue directora de la precaria escuela que dignificó e hizo crecer. Cada niño o niña que asistía a clases era un triunfo, un pedazo de barro para ser modelado y hacer relucir los encantos que la pobreza y la ignorancia se empeñaban en ocultar.
Vivió los tiempos revueltos de la Revolución Mexicana. Enfrentó a Francisco Villa dos veces. Contaba Daniel, su segundo hijo, que un día avisaron que Villa y sus soldados llegarían a San Isidro en cualquier momento. El pánico se apoderó del pueblo. Había pocos hombres. Muchos se habían marchado a la guerra y otros cayeron en batalla. La tierra daba poco y las cosechas se perdían. Había hambruna; los chamacos andaban descalzos y sin calzones. Mamá Julita se empeñaba en que la escuela se mantuviera viva. Niños y niñas debían asistir puntuales y aplicarse en aprender, aún en contra de la voluntad de sus padres. Ella sabía que la vida no se detendría por la muerte de los hombres que guerreaban. Aplicó al revés la sentencia apache que dice que “en tiempos de paz hay que hacer flechas”; “en tiempos de desolación hay que preparase para construir mejor los años venideros”, decía ella. El regimiento villista llegó a la estación de tren en San Isidro. La leva era un ventarrón. A la fuerza subieron al ferrocarril a los hombres que encontraron. Entre los levantados estaba Rogelio, hijo mayor de mi abuelo Tomás.
–¿Qué hacemos, señora Julia? –le preguntó desesperada Chana, la esposa de Rogelio.
–Cualquier cosa menos llorar, que no sirve para nada. Hay que convencer a Villa de que lo suelte. Si se lo llevan, no lo volvemos a mirar.
Las mujeres se cubrieron la cabeza con el chal y fueron a la estación de tren. Los soldados les cerraron el paso. Ellas insistieron. Después de idas y venidas para consultar con Villa, los vigilantes las dejaron pasar.
–No hay cosa que me rechoque más que oír a las viejas chillonas suplicar por los cabrones de sus maridos– les dijo Pancho Villa al verlas. ¿Qué chingaos quieren?
–Se equivoca, general– le respondió mamá Julita. –No vinimos a suplicar, ni a intervenir por nadie. Vinimos a hacerle saber que el pueblo está sufriendo. Si se lleva a los pocos hombres que quedan, la próxima vez nos va a encontrar a todos muertos de hambre. No hay quien siembre, ni quien recoja la escasa cosecha. Soy la maestra, estoy obligada a informarle de la situación. Luego, usted decidirá.
Villa las miró. Mamá Julita erguida, lo observaba de frente; Chana temblaba y desviaba la mirada hacia abajo. Después de un rato, Villa le dijo a su asistente:
–Suelta, pues, a esos cabrones y dales veinte pesos a estas viejas.
La guerra siguió. La gente en San Isidro era orozquista. Su coterráneo, Pascual Orozco, sobrino de mi abuelo Tomás, había iniciado la revolución en el norte y se había convertido en líder nacional y enemigo de Villa, aunque los dos decían luchar por los mismos ideales. Igual que ahora: “luchamos por lo mismo, pero el poder y el protagonismo me corresponden”, dicen, e inician la pelea entre ellos, los sueños quedan olvidados.
Otro día, un campesino llegó a caballo para avisar que las tropas de Villa llegarían nuevamente a San Isidro. Los hombres corrieron a esconderse a la montaña para evitar ser fusilados. Las mujeres se encerraron en sus casas con el miedo de ser ultrajadas, como había sucedido en el cercano poblado de Namiquipa, en donde los soldados villistas cometieron violaciones tumultuarias. Dice el historiador Friederich Katz, en su obra sobre Villa, que Julia Franco fue la única que no perdió la cabeza.
Peinó y acicaló como mejor pudo a los niños de la escuela. Tomó la bandera nacional y ante la mirada azorada de las mujeres asomándose por las ventanas, hizo avanzar a los niños por las calles polvosas y desiertas hacia la estación de tren. Cuando entraron las huestes de Villa, los niños se pusieron firmes, hicieron el saludo militar mirando al cielo y cantaron con pasión el Himno Nacional. Al terminar, la tropa emocionada aplaudió y el general les dirigió un discurso conmovedor, diciéndoles que eran el futuro de México y que él haría todo lo posible por protegerlos. Siguió su viaje.
–Nosotros habíamos ya dado una cuota enorme de sangre a la Revolución– explicaba mamá Julia. No había lugar para el miedo. Teníamos que impedir que Villa fusilara a los seguidores de Pascual y los soldados ultrajaran a las mujeres.
Ella se refería a que, en el mero inicio de la Revolución, el 11 de diciembre de 1910 en Cerro Prieto, municipio de Guerrero, Chihuahua, unos ochenta hombres dirigidos por Orozco pelearon contra los federales. Sólo de San Isidro murieron treinta, por eso es San Isidro, Pascual Orozco, la cuna de la Revolución. En Cuchillo Parado, Ojinaga, también en Chihuahua, hubo un grupo de valientes revolucionarios que cambiaron de planes ante el acoso de las fuerzas federales y pospusieron su levantamiento.
Mamá Julita se hizo socialista, al estilo del socialismo de Cárdenas, y se entregó con devoción a la tarea de educar. Alentaba a las y los jóvenes a adquirir las herramientas que les hicieran la vida más fácil y más libre. Encarnación Brondo Whitt, abogado y médico radicado en Ciudad Guerrero, le dedicó su libro: Nuevo León. Novela de costumbres. En él reconoce la gran influencia de Julia Franco en la región.
*Escritora egresada del diplomado en escritura de Literaria Centro Mexicano de Escritores.