Textos

La suerte de un enterrador

 

Annabell Díaz Suárez*

 

Es mi suerte, La Divina Providencia me premió por ser un buen hombre. Haciendo siempre este trabajo de mierda sin quejarme ni un poquito. Ya sé, está el tema de los chinos en aquel mil novecientos once, ¿o fue en el doce? Estaba chamaco, apenas tenía dieciséis años. Todavía me despierto a veces viendo la cara de la niñita con sus ojitos rasgados, sus padres estaban muertos, era mejor así, me la quebré. Después de lo de Torreón me junté con La Bola y llegué a formar parte del batallón de mi general Villa. Allí anduve chingándome federales. Corría el rumor entre los soldados de que lo que nos robábamos de las haciendas lo dividían y lo enterraban en tumbas de diferentes pueblos del norte. Se iba el general Fierro con un puñado de hombres y regresaba sin ellos, dicen que se los echaba para que no dijeran nada. Por eso, ora que se acabó la Revolución, acepté trabajo de enterrador. De las cuatrocientas cincuenta y siete tumbas ya llevo ciento veintidós abiertas. No es tan fácil, me ha tomado años. Tengo que abrirlas y cerrarlas en una misma noche, cuidarme de los gendarmes que pasan rondín y luego de los canijos ladrones de tumbas, porque no soy el único que sabe de los tesoros de Villa.

Es mi suerte, no voy a renunciar a ella por una pequeñez sin importancia, que no pague yo el billete de lotería. De todos modos, el compadre me debía siete pesos, con eso le pagaría los dos pesos que le costó el billete entero, los diez cachitos, y hasta me sobraban cinco pesos. ¡El muy cabrón! “Su catorce”, dijo el muchacho del expendio. Siempre compro el catorce, mi padre decía que la suerte es una puta a la que había que esperar en lugar de perseguirla. Así que yo, un humilde enterrador al que la Revolución no le hizo justicia, como mi padre espero la suerte con el número catorce. “¡Chingaos! No traigo la morralla”. “Ya sabe que no le puedo fiar y el patrón me va a correr si sabe que ando apartando billetes, sobre todo si por apartarlos no se venden”. Y ahí entró el ladino de mi compadre. “Yo lo pago”. Y se lo embolsó el muy jijo, se metió el boleto en la bolsa cercana al pecho. Yo pensé que por la amistad que teníamos de tantos años y el dinero que me debía ya de casi seis meses atrás me lo iba a entregar, “tenga compadre, no se quede sin su catorce”.

Es mi suerte, soy buen hombre y me la merezco. No cuentan los hombres que maté porque estaba obedeciendo órdenes, estaba peleando por los ideales de la Revolución. Ora miro pa tras y veo que todo es igual, nomás cambió el nombre de los caciques. Los jodidos seguimos siendo los mesmos. Yo pensaba que íbamos a lograr justicia pa los del campo, quitarles a los ricos, aunque sea un poquito de lo mucho que tenían a costa de nuestro sudor. El resultado es que a unos pocos de nosotros les dieron tierra. Pero todo está igualito, seguimos siendo los que trabajamos el campo, los patarrajados que vendemos lo que cosechamos a precio de risa a los mismos ricos de siempre. Nomás quitaron las tiendas de raya.

Dicen que mi general Villa era un bandido, pero ese sí que venía de abajo. Él entendía, por eso yo le era leal y lo habría sido hasta la muerte. Mi compadre Cosme y yo estábamos a las órdenes directas del Coronel Pedro Herrera. Una mañana nos dio la orden: “Se van pa Piedras Negras con el general Fierro”. No era buena cosa que nos mandara solos con el diablo ese. “Abusado compadre, ya sabe lo que andan diciendo, si nota que lo miro al tiro, entre los dos nos lo quebramos, ya veremos luego que le decimos a mi General”. Cosme asintió. Por fortuna no fue necesario, llegaron noticias de que venía un contingente de Carranza y pos tuvimos que ocupar nuestras posiciones. Habría sido una buena ocasión pa saber dónde jijos quedaba aquel tesoro. Pero ni hablar, mejor la vida. Se rumoreaba que ya había estado el general Fierro por San Pedro, mi pueblo, por eso, lueguito que llegué agarré este trabajo de enterrador.

Es mi suerte, mi catorce ganó. ¡Doce mil pesotes! Así me dicían: “El catorce”. Al coronel Herrera le gustaba volar puentes y fui yo el que, a su orden, prendí la mecha. En la explosión salieron volando catorce federales, por eso ansina me llamaban. Así que juego cada semana el catorce en la lotería. Es mi suerte y no voy a renunciar a ella. ¡Ay, ya estoy viendo la cara de Catita! La Catalina, que me dejó hace un mes, quesque porque no voy a salir de pobre. Con ese dinero le voy a arreglar el jacal, su piso de cemento y toda la cosa, con su porche y una mecedora pa que arrulle al chilpayate. ¡Está chula la condenada! Si sí me quiere porque soy un buen hombre, lo que pasa es que a veces me dice cosas como “Hueles a muerte” o “Trais el diablo en los ojos”. Pero cuando le arregle la casa y le compre su reboso blanco, vamos a ver si no vuelve. Hasta sus aretes de plata le voy a regalar, porque de los que tenía que eran de su abuela, se le perdió uno.

Por eso, ayer que el muchachito del expendió atravesó la plaza pa decirme “¡Don Anselmo, don Anselmo! ¡Ganó el catorce!”, “¡chingada madre!”, pensé: “el compadre Cosme, él tiene el boleto”. Era mi suerte, no iba a renunciar a ella. Así que a lueguito me fui a ver al compadre. No podía decirle que había ganado, el muy cabrón no me iba a compartir nada. Doce mil pesos, con eso me alcanza pa recuperar a Catita. Lo invité a echarse unos tragos en el cementerio. No era la primera vez que me acompañaba y que, recordando historias de mi General y sus Dorados, nos poníamos hasta las trancas, y así quedamos. El Cosme llegó al panteón y yo ya lo esperaba, nos sentamos en la lápida de doña Rufina, la tía de mi compadre. Ya llevábamos como siete tragos y que le saco mi carabina, la misma con la que me había echado a tanto cristiano, eso sí, defendiendo los ideales de la Revolución. “Ora sí compadre, deme el billete de lotería”. Traía la misma chamarra de siempre, asi que estaba seguro que lo andaba cargando. “Son doce mil pesos, es mi catorce, no voy a renunciar a mi suerte ni por usted, compadre”. Cosme eligió el camino difícil, forcejeó conmigo, se me fue un tiro y pos que Dios lo tenga en su Santa Gloria. Soy un buen hombre, yo no lo quería matar, nomás quería que me diera mi billete de lotería.

Me tocó esa noche hacer una fosa para mi compadre en un espacio discreto, atrás de la capilla, pa que nadie preguntara. Vieran qué bueno soy en mi trabajo, no necesito medir. Hago mi rectángulo bien derechito, exacto pa que quepa la caja, ni más ni menos. El compadre se iba a ir sin caja, ni modos. Después de tres horas había hecho un hoyo perfecto en el que eché al compadre, me incliné, metí la mano a su bolsillo y ahí estaba mi billete. Ya lo tenía entre mis dedos, cuando en eso me llegaron dos robatumbas por detrás. Me guardé en el morral el papel doblado esperando que en la oscuridad no se dieran cuenta. No podía permitir que me quitaran mis doce mil pesos. No, no, no, yo mismo iba a resolver la situación. Sin darles tiempo a nada, agarré mi carabina y les solté dos tiros a cada uno. Tuve que sacar al compadre para hacer más profundo el hoyo, calculé que cabían bien los tres cuerpos, y así fue. Los metí a los tres, eso sí, Cosme hasta arriba. “Perdóneme compadre, yo le cuido a los chamacos y a la Martina”. ¡Ay Catita, mi Catalina! ¡Ya casi es nuestro el dinero! Vas a ver que se te quita lo rejega cuando te compre todo lo que quieras. ¡Pinche Cosme! ¿Qué te costaba darme el boleto? Si yo no soy malo, fue tu culpa. ¿Pa qué te me pones al brinco?

Pa cuando terminé eran las seis de la mañana y ya los gallos cantaban. Me jalé pa mi cantón y así, todo lleno de tierra, me acosté en mi petate. Ora sí, la Revolución no me hizo justicia, pero mi fortuna sí. Es mi suerte, que bueno que no renuncié a ella. Al medio día me levanté, me cambié la ropa y me jalé al expendio pa cobrar mis doce mil pesotes. “¡Híjole don Anselmo, ora sí va a ser rete importante! Me va a dar propina, ¿verdad? Oiga, me estaba acordando… ¿Qué no fue su compadre el que compró el billete?” Me carga la chingada, chamaco, mejor hubiera sido que fueras un desmemoriado. “Fíjate Juanito, que el Cosme no quiere que nadie se entere, ya ves cómo es la gente, no se lo vayan a querer quebrar por quitarle el dinero”. El muchachito asintió. “Quedé de entregarle su dinero en el panteón esta noche. ¿Por qué no me acompañas? Así no ando solo con ese dineral y sirve que él mismo te da tu propina”. Y quedamos de vernos en la noria, lo vi atravesar el puente con una bolsa de lona en la mano. “Aquí traigo el dinero, patrón. También traigo el papel pa que me lo firme, si no escribe traigo carbón pa que me ponga la huella”.

Llegamos al cementerio y caminamos por la vereda central. “Persínate mijo, estás entre muertos”. El muchacho obedeció y se santiguo. “¿No le da miedo éste trabajo, patrón?” Llegamos a la tumba y el chamaco se sentó en una piedra que estaba cerquita. Alcé mi carabina. Lo agarré por la espalda, ni cuenta se dio el pobrecito. Yo no quería matarlo, soy un buen hombre, pero no iba a renunciar a mi suerte nomás porque el escuincle se acordó de quién compró el billete. Era mi catorce, eran mis doce mil pesos. No había pensado en la dificultad de sacar los tres muertitos pa cavar más profundo, ni modo. Un poco más abajo y me cabrán cuatro cuerpos.

Terminé ya bien entrada la madrugada. “Ora sí, mañana le echo la lápida encima, pongo a cualquier Juan Pérez pa que nadie pregunte”. Tomé la bolsa de lona y me asomé, vi por primea vez mis doce mil pesotes. Saqué de mi morral el billete de lotería. ¡Chulada de catorce! Al desdoblar el papel algo cayó al suelo, me agaché pa mirarlo de cerca, era un arete de plata. El arete de Catita. ¿Estaba… estaba en el bolsillo de mi compadre Cosme? ¡Pinche Catita! Ora a sacarlos a todos pa cavar más profundo.

 

*Escritora egresada del diplomado en escritura de Literaria Centro Mexicano de Escritores.