Textos

Pulpo á feira

Graham Stanley*

 

Abajo, el testimonio jurado de quienes presenciaron los hechos que tuvieron lugar a las 15:30 horas del domingo 11 de agosto en O’Faro en Oira Praira, Ourense, Galicia.

María, la pulpeira: Vienen porque es imposible conseguir pulpo más fresco que el que servimos, pero lo que ese turista pidió, no era normal. En los veintisiete años que llevo cocinando pulpo, los últimos quince en esta misma esquina, es la primera vez que un cliente me ha pedido aquello.

Santiago, el camarero: El extranjero se mostró decepcionado cuando le dije que sólo teníamos queso y embutidos. En el bar no servimos comida, pero los domingos teníamos un acuerdo con las mujeres que vendían pulpo en la esquina de enfrente. Les enviábamos a los clientes que tenían hambre y ellas venían a recoger los platos cuando terminaban. Era bueno para el negocio. Mucha gente venía aquí a comer pulpo. Esas dos tenían la mejor reputación en toda Galicia. Incluso ha habido artículos sobre ellas en la prensa nacional.

Rosa, la pulpeira: El hombre se acercó justo cuando dejamos caer otro vivo en el agua hirviendo. Nos miraba mientras lo sacábamos del cubo y lo echábamos en la olla. Estaba fascinado. Recuerdo que también se encontraba nervioso. Tenía algún tipo de tic. No hablaba nuestro idioma. Afortunadamente, las dos hemos aprendido un poco de inglés a lo largo de los años, así que pudimos entender lo que quería. Quiero decir, entre las dos lo conseguimos, pero no comprendimos por qué lo quería de esa manera.

Santiago: Le serví una copa de albariño, y me pidió que dejara la botella. Mientras servía el vino, María vino con la comida. Me sorprendí cuando vi que el pulpo estaba vivo y entero. Aunque no estaba cocido, la pulpeira lo había colocado en el plato de madera habitual y le había echado aceite de oliva y espolvoreado por encima sal gruesa y pimentón dulce, como cuando lo sirven a la manera tradicional. Lo llamamos pulpo á feira. El pulpo se retorcía en el plato, parpadeando con sus intensos ojos negros. Juro que se podía ver el miedo formándose en ellos. O tal vez era rabia. Creo que estos bichos pueden ver cosas que nosotros no podemos.

María: Después de que pidiera uno vivo, Rosa y yo discutimos cómo servirlo y decidimos prepararlo como siempre, pero vivo, claro. Normalmente ablandamos el animal en agua hirviendo durante unos treinta minutos, dependiendo del tamaño. Es importante no cocinarlo en exceso. De lo contrario la textura será gomosa, igual de mala que cuando cocinas pulpo después de haberlo congelado. Él pidió uno pequeño, así que elegimos lo que debió haber sido un pulpo bebé. Siempre sumergimos las puntas de los tentáculos en el agua hirviendo mientras sostenemos al animal vivo por la cabeza, para rizar las puntas. Le pregunté si quería que hiciéramos eso, pero dijo que no era necesario. Algunos pulpeiros golpean el pulpo contra una superficie dura antes de echarlo en el agua hirviendo. Dicen que rompe las fibras de la carne y la hace más tierna, pero nosotras creemos que eso asusta al animal, así que sólo lo hervimos vivo. En este caso, claro, nada de eso fue necesario.

Rosa: Ambas somos supersticiosas. Siempre pedimos perdón a cada pulpo antes de cocinarlo. Eso viene de los primeros tiempos, cuando recién empezábamos a hacer esto. María tenía terribles pesadillas; yo también tenía problemas para dormir. Un domingo, hace años, antes de empezar en nuestra esquina, fuimos a la iglesia y encendimos una vela para San Telmo. En el siglo XIX, los marineros que cazaban calamares y serpientes marinas comenzaron a rezarle. Juraron que los salvó de ser arrojados por la borda, o quizá les llevaba a una muerte menos dolorosa y relativamente rápida. Como el pulpo estaba vivo cuando lo servimos, ninguna de las dos se disculpó ni ofreció consuelo a la criatura esta vez. Creo que por eso ocurrió lo que ocurrió.

Santiago: Tuve que quedarme a verlo comer. Normalmente, nunca haría eso con un cliente, pero le pedí permiso cuando vi a ese pulpo retorciéndose en el plato. El cliente sonrió cuando se lo pedí. Creo que quería auditorio.

Rosa: Cuando Santiago pidió quedarse a ver, yo decidí permanecer allí también y llamé a María. Le pregunté el cliente si deseaba que cortara a la criatura en pedazos con mis tijeras. Como no me entendió, le pedí a Santiago que se lo preguntara, ya que él habla mejor inglés. Esa es la forma en que servimos el pulpo cuando está cocido, pero el hombre dijo que no. Era un hombre serio, y una vez que me alejé de la mesa, miró intensamente a la criatura.

Santiago: Los tentáculos se retorcían en el plato de madera y la criatura lo miró fijamente, sin duda desafiándolo a comerla. Estoy convencido de que el pulpo lo maldijo en ese mismo momento. Es la única explicación que tengo para lo que sucedió después.

María: Mientras me acercaba, Santiago estaba llenando el vaso de vino del cliente. Este bebió un sorbo de albariño, luego levantó a la criatura con los dedos. Me sorprendió. Pensé que usaría cuchillo y tenedor, pero no lo hizo. Como el animal estaba cubierto de aceite de oliva, al principio se le resbaló de la mano. Sus dedos quedaron bastante sucios, pero luego usó ambas manos y aplastó a la criatura contra el plato.

Santiago: El turista levantó el pulpo hasta su boca y luego lo tragó entero, metiéndolo con dificultad dentro, comenzando por la cabeza. Los tentáculos fueron lo último en ser tragados. Vi cómo el pobre animal intentaba agarrarse a los labios del hombre en un intento desesperado de evitar ser comido. El hombre tragó y pensé que eso era todo. Asumí que había terminado con la criatura.

Rosa: El hombre terminó su copa de vino y Santiago le sirvió otra de la botella que estaba en la mesa. También terminó esa, luego se relamió los labios, cerró los ojos y se limpió la boca y las manos con la servilleta. Parecía muy complacido consigo mismo. Todos nos miramos, sin palabras.

Santiago: Le serví otra copa de vino, luego estaba a punto de regresar a la cocina, pero de pronto el hombre se agarró el estómago y empezó a gemir de dolor. Le toqué el hombro y le pregunté si estaba bien, pero me apartó y se dobló, agarrándose el vientre. Parecía estar en agonía.

María: Pateó y el vaso de vino y la botella cayeron al suelo. Al principio pensé que era una especie de actuación, que estaba montando un espectáculo para nuestro beneficio. No es que no me alarmara cuando empezó a actuar así, pero estaba segura de que se volvería hacia nosotros y se reiría. Eso no sucedió. En su lugar, el turista cayó de la silla de metal al suelo y comenzó a retorcerse bajo la mesa.

Santiago: Llamé dentro y pedí a Miguel llamar a una ambulancia. Era evidente que el hombre estaba sufriendo. Debo haber girado la cabeza hacia el bar sólo por unos segundos, pero cuando volví la vista, entendí que era peor de lo que pensábamos.

Rosa: El hombre rodó sobre sí mismo agarrándose la garganta. Mientras mirábamos, vi cómo uno de los tentáculos emergía. La criatura debió haber trepado de vuelta desde su estómago. Sus mejillas estaban hinchadas y vi cómo salían abultamientos momentáneamente. Una, dos, tres veces. El hombre se asfixiaba. Algunos dirán que debimos ayudarle, pero estábamos demasiado impactadas para hacerlo.

María: De repente, otro de los tentáculos salió de los labios del hombre. Luego otros dos tentáculos se agarraron a sus labios y la cabeza de la criatura salió.

Santiago: Lo habría ayudado, lo juro, pero me había rechazado la primera vez cuando le ofrecí asistencia, así que pensé dejarlo tranquilo. De repente, sus piernas pateaban y su rostro se puso azul. Luego dejó de moverse. Finalmente, el resto del pulpo emergió con sus oscuros y profundos ojos, mirándonos. Después salió corriendo. Nunca había visto a un pulpo hacer eso, pero este lo hizo. Antes de que nos diéramos cuenta, la criatura bajó la calle, presumiblemente hacia el mar.

Rosa: Ese fue el último día que María y yo montamos nuestro puesto en la esquina frente al bar. Ya no estamos en el negocio del pulpo. De hecho, no podemos ver uno.

 

*Estudiante del diplomado en escritura de Literaria Centro Mexicano de Escritores.