Textos

Un viaje en carretera

G. Maraña*

Cada vez más, como una mano que se cierra o como pasos que, por las escaleras, se pierden, va oscureciendo. Y los pájaros se escuchan siempre menos y el mundo, para caber en la noche, se aprieta como una multitud en un elevador. Las colinas, una tras otra, se prosiguen como letras del alfabeto y poco a poco se trasforman en una sola cosa, un animal negro y largo, una especie de inmensa culebra que se inclina sobre la carretera. Si quisiera, fácilmente podría aplastarla, bastaría que se diera la vuelta. Tal vez lo está considerando. Tal vez justamente en eso piensa mientras la mira con la atención de un cocodrilo hambriento. Los árboles se trastornan también. En ese crepúsculo menguante adquieren una viveza muda como la de los insectos. Parecen tenderse como orejas, como polillas que escuchan disimuladamente, tensas las antenas. 

Y entre ese incierto tumulto de cosas que la noche jala hacia su centro, bajo un túnel de ramas entrelazadas, un cochecito se adentra con la resolución de un niño que decide escaparse de casa en un arranque y con su mochila llena de juguetes camina ceñudo con paso decidido hasta la puerta. Lleva los faros encendidos, como para desafiar a ese mundo cada vez más dispuesto a esconder sus intenciones detrás de la expresión invariable de la oscuridad; un esfuerzo inútil, por supuesto, el equivalente de arrojar un guijarro a la cara de un dios. Apenas alcanza a iluminar unos metros de asfalto y los troncos sorprendidos, blancos, de unos cuantos árboles. Pero, igual, ajeno a todo, con un entusiasmo y una ignorancia envidiables, avanza. 

Recuerdo haber estado en un cochecito parecido, en un paisaje similar hace muchos años cuando era muy pequeña. Medio dormida en la parte de atrás con la cabeza colgando y el cinturón enterrado en las costillas, me levanté con la boca seca para preguntar: “¿Ya casi llegamos?”, y  alguna de las dos siluetas que estaban ahí como guardianes frente a un umbral, la de mi papá o la de mi mamá, contestó: “No. Todavía falta un rato. Duérmete” y apoyé la frente contra el cristal y vi las colinas una tras otra como las letras del abecedario oscurecerse cada vez más y mientras me quedaba dormida se me ocurrió que parecían monstruos o serpientes o cocodrilos y eso me gustó  y con un entusiasmo y una ignorancia envidiables me quedé dormida con la certeza de que mañana me esperaban albercas y helados y resbaladillas e insectos por descubrir debajo de alguna piedra y el mar.   

***

* Es narradora, egresada en Letras de la Ibero. Actualmente cursa el diplomado en escritura de Literaria Centro Mexicano de Escritores.